domingo, 25 de noviembre de 2007

Un traje para mi muerte.

Entré con un traje negro, de eso me acuerdo. Qué estúpido que fui. Una noche alcanzó para darme cuenta de que mi alter ego me había abandonado. Es extraña la vida, no lo digo por lo extraño de los acontecimientos ni por este lugar, sino por lo rápido que suceden las cosas; casi como si alguien bajara un interruptor de luz, el tiempo pasa. Un taxi amarillo con problemas mecánicos bastante obvios me dejó acá. Una persona blanca, toda blanca, me acompañó agarrándome del brazo como si fuese un niño inquieto. Veintisiete escalones hasta la puerta. Veintisiete de ida. Rodríguez ya estaba gritando, por favor calláte. Apenas un resplandor lunar entraba por la ventanilla a unos centímetros de mi cabeza. Mi habitación era la misma donde había dormido durante tres años, una casa nueva. Antes habíamos vivido en otros lugares en esta misma ciudad, aunque este lugar parezca una ciudad entera totalmente desconocida. Ya la estoy conociendo y no es fea, solamente que no es mía. Rodríguez no se callaba, ya vendrían por él y volvería el silencio. Es un elemento de gran importancia, el silencio digo, puede ser un amigo o no. Yo podría enseñarte si quieres. No, tu no querrías saber. No vengas nunca. Dibujé tu cara el otro día. Me hizo sentir bien. Sos linda, pero yo no sé dibujar.

II

El sonido de unos cuantos pasos me inquietó. Quizás fuera el desayuno, o el tiempo de ver tele. Antes miraba mucha, ahora ya no tanto y además no puedo elegir el programa, sólo dejan un canal y todos miran como idiotas. Así se aprende a hacer otras cosas. Yo elegí mirar por una ventana. La tercera, tenía vista a la calle. Una señorita cruzaba a hacer una llamada a las dos p.m. siempre a la misma hora. Todavía no sé por qué pero tengo mis hipótesis. Muchos aquí te dirán que están bien pero no deberían; gusanos. Yo estoy bien. Una persona azul me llevaba a mi habitación. Allí tenía mis libros. Cuatro libros. Los leí y todavía están acá. Los necesito, aunque solamente sea para verlos. Lomos brillantes, hojas olorosas que desprenden tanta melancolía. Para qué me los habré traído. Ojala desaparecieran.
Rodríguez vivía a continuación. Tenía algunos problemas y necesitaba pastillas, cuando las tomaba estaba bien, pero las necesitaba mucho. Era un buen tipo, todos lo éramos. Una silueta de buen hombre y el interior fugaz que se retiraba y volvía. Inútil. No había reconciliación mental posible, no había. Las noches son lentas, todo depende de una buena almohada, las de acá son asquerosas. Uno se acostumbra y es muy difícil desacostumbrarse. A la fuerza todo se desacostumbra, todas las sensaciones cambian a algo más alienígena. No es que me moleste, es solamente que quisiera que estuvieras aquí.
Hay que crecer dicen. Que se vayan todos a la mierda. Pero es algo bueno, sí lo es. Poder de convencimiento le dicen; o repentinamente darse cuenta de que simplemente es lo que hay (usando un término conocido) y lo peor de todo, que así lo quisiste. Ingresé aquí voluntariamente. No lo veo como algo malo, pero la gente es contradictoria en su naturaleza, no lo puede evitar. Quieren y no. Decídanse mierda!.
Recuerdo ir al médico con mi madre. Este es un buen ejercicio aunque un poco egoísta, pero no me importa. Sentado en esas sillas múltiples te das cuenta de que hay otros que están muy mal. Mucho peor. Muertos. Tu estás sano y con un una rabieta por alguna idiotez que hace de tu minúsculo universo un verdadero infierno. Pues levanta ese culo, ponte de pie y retírate con orgullo, imbécil!.
Tengo recuerdos de revolución ¿Dónde está esa fuerza que tuve alguna vez? Creo que está en una mujer. Allá quedó. Luchar era hermoso. Tu piel, tu mente y un puño izquierdo bien cerrado alzado en contra de algún tirano que inventamos para poder gritarle. Le voy a dibujar estrellas al techo, y una luna. Tu cara ya está.

III

El tiempo es lento. A veces es rápido pero por lo general es lento. Me dijeron que no tendría tiempo, quisiera irme, lo tengo de sobra. A veces la gente habla por hablar. Siempre se responde que sí intentando encontrar la paz o la seguridad necesaria para no vivir con esa incontrolable presión en la garganta. Pero es inevitable sentirla. La soledad logra eso. El silencio que acompaña y retumba en esa soledad lo consolida y buscás una llamada que no está. Quisiera irme ya. Un hombre azul que firma cosas es el que decide eso. No tu, no pelees. Quizás sea algo bueno, seguro que sí, pero no parece. Despertarse no es igual para todos. Uno aquí, otro allá. Se abren los ojos de otra manera.
Faltaba poco para ese rato de televisión que quizás me devolviera la calma. Mi ventana encontraría a esa señorita. Son tres menos diez, todavía no apareció. Qué le habrá pasado. Espero que esté bien. No debe necesitar pastillas. Rodríguez miraba la pantalla como hipnotizado, pobre. Los hombres azules miraban a lo lejos. Algunos hablando entre ellos, seguramente de nosotros. Los demás descansaban cabizbajos buscando otra vida, pero lo que toca, toca. La sutil experiencia de aceptarlo es lo que lleva su tiempo. A veces nunca se logra. Quisiera no sonar resentido pero tiende a suceder bastante seguido. Es difícil lograr comandar el barco. Por lo general uno solamente rema, bien fuerte. Otras veces la corriente es demasiado testaruda. Basta de metáforas inútiles y perversas que sólo buscan el romanticismo necesario para aguantar en cuerpo de poeta.
La noche está casi terminada, algunas estrellas más y listo. La luna no está llena y hay una estrella más brillante que el resto. (Por fin logré conciliar el sueño)

muevo para otro. Me acomodo en un sector y me
Muevo la almohada para un lado. La aprieto, la
vuelvo a acomodar.

IV

Rodríguez está muy callado, me pregunto si estará bien. No han habido señales de los hombres azules. Bueno, será cuestión de esperar. Terminé la noche. Es linda. Me la van a borrar tarde o temprano y volverá a ser día y llegará mi muerte. Qué más da, en algún momento debe acabarse. Otra vez son las tres menos diez y la señorita no hizo su llamada. Podría ser una mera coincidencia o podría ser fin de semana. Salgo por el pasillo detrás de un hombre azul y Rodríguez ya no está. Se habrá puesto bien. Me empezó a preocupar. Quisiera irme ya. Seguimos por el pasillo usual hasta llegar a una intersección donde se juntan los zócalos de las paredes en la zona inferior de la construcción. Doblamos a la derecha. Los hombres azules sólo miraban hacia delante marcando el ritmo. Algunas ventanas comenzaron a aparecer sobre la izquierda. ¡Rodríguez! Vi a Rodríguez! Me abalancé sobre una de las ventanillas y comencé a golpear el vidrio, asumo indestructible. Los hombres azules me golpearon a mi, débil. Recobré el sentido unos metros más adelante. Unos hombres azules y otros blancos me ponían una corbata negra. Un espejo delante de mi me hizo testigo de una crepita situación. (Nunca supe a quién llamaba) otro como yo esperaba al costado de una puerta. Entré en pánico. Odiaba los trajes y estaba vistiendo uno hermoso.

Mientras hablabas solo.

Venía mirando una estrella que brillaba solitaria en el cielo de un ocaso lejos de casa. Así era la soledad supuse, aunque creo que nunca se está seguro. Me senté en un banco de una plaza a mirar a los niños jugar, a tratar de que algún recuerdo volviera a mi cuerpo. Necesitaba de una nueva inocencia. Un niño se hamacaba mientras otro daba un empujón inútil. Una niña peinaba el pelo plastificado de una pequeña muñeca de cara fordiana. Yo miraba mis championes rojos bajando la cabeza en un intento de esconder una vergüenza que quizás ni estuviera ahí. Nunca supe por qué estaba sentado, en ese banco, en aquella plaza. Ahora que lo pienso debería pararme y empezar a caminar. ¿Qué hacían esos niños jugando tan tarde en un lugar así? ¿Dónde estaban sus padres? Qué hacía yo allí por ese caso. Una estrella me había dejado ahí. Quizás alguna otra me llevara hacía algún lugar diferente, nuevo, desconocido y de vuelta hasta aquí.
Los niños ya no estaban. Ya nadie jugaba. Yo miraba otra vez el suelo, unía las puntas de mis pies, las separaba y volvía a mirar hacia delante. Me paré pasando cerca de una señora que llevaba sus compras en un carrito de supermercado, las bolsas blancas resplandecían a la luz de un faro que se paraba iluminando lo que había. Caminé un rato por la misma calle que daba al parque hasta llegar a un almacén que se divisaba a lo lejos. Un cartel de Tome Coca-Cola servía de bolla en aquel mar tranquilo, oscuro. Seguí hasta el fondo del local hasta una heladera y con mi zurda agarré una cerveza. Estaba fría, sudaba, mi mano sintió el frío. Pagué y salí para seguir a la deriva en un bote sin remos. Las ciudades tienen una extraña corriente, es peligroso dejarse llevar pero una vez cada tanto es hermosa la sensación de libertad espontánea que el asfalto de la urbe puede dar. Semáforos inquietos, edificios levantados, luces en las ventanas. A veces no alcanza la pregunta. ¿Qué cruzará por las mentes de esas personas en aquellos pequeños apartamentos? ¿Dolor, amor, necesidad, ira, lujuria, y algún que otro pecado o sensación de ruptura con el sistema?. Quizás fuere un tanto hipócrita, nunca me importó, pero la pregunta sigue en pie. Entonces una pequeña calle arbolada me acompañaba. Iluminada entre las ramas, la calle se llenaba de blanco, la luna impaciente observaba desde lo alto y dos pies rojos andaban en la mar.
Un taxi pasó apurado, amarillo, esquivando algo, marcando absurdamente mi existencia; también lo hacía mi sombra a donde fuera. Ya no quedaba más que el fondo de aquella botella y tuvo que quedar atrás, a los pies de un árbol que esperaba compañía, así la tendría. Mis pasos un poco torpes sonaban imperceptibles y sentí el sudor debajo del brazo que no era frío. El centro de la ciudad se acercaba. Me senté en un escalón de un edificio mirando mis pies. Juntaba la punta de los championes, las separaba y volvía a levantar la cabeza. Mis dedos se juntaron por primera vez en aquella noche y mi boca suspiró entre ellos. Logré pararme mirando hacia la ciudad y giré cerrando los ojos. Una llave abrió la puerta y no tuve más opción que entrar. Dos pies rojos dejaron de andar una noche de luna y entre el mar y la libertad se quedaron.

jueves, 25 de octubre de 2007

Tizas.

Para Checha.

Martes.

Nunca había visto a una persona muerta. Era mi primera noche y me tocaba ver lo peor, era una suerte de bautismo lógico del aprendiz. Rodríguez me enseñó la dirección y caminé unos metros hasta llegar a la boca de un oscuro callejón. No lograba ver mucho, el resplandor de las luces de los patrulleros y la gente y las cintas amarillas bloqueaban gran parte del espectáculo circense. La ciudad no se aquietaba ni lloraba, seguía su ritmo normal, desesperante, presuroso, intranquilo. No cambia en la muerte. A veces queda la sensación de que la urbe hace licencia de luto. Pero no.
-Buenas noches Rodríguez.- Era él. Viejo, agotado, barba de tres días, fumando, saco largo.
-Que tal niño. Está fría esta noche. Ve por allí, tené cuidado donde pisas querés?
-Gracias Rodríguez… Señor.
El frío me hacía temblar y los nervios acumulados de esa vez inicial me hicieron sudar. El agua congelada que se pegaba al cuerpo me hizo pensar dos veces el tener que acercarme por aquella angosta callejuela. Podría ser yo ahí tirado, un día me podía tocar a mi, inerte, arrojado allí nomás sin razón aparente sobre el húmedo asfalto de esta ciudad de mierda con las ropas rasgadas y la piel rota. Subí una pierna por encima de la cinta amarilla y luego la otra, me cubrí con una mano el reflejo de las luces que golpeaban en mi rostro y continué con la caminata mortuoria.
-Buenas noches chico.- Me dijo un oficial que aseguraba la zona. Chico, así era. Un mero aprendiz en su primer cuerpo, así le decían ellos. Chico. Era casi vergonzoso, yo podía ser uno de ellos, se creían la gran cosa. Y yo era simplemente una bolsa con tizas, habría que esperar. Ya verían.
Finalmente llegué al cúmulo de adoquines que aguantaban el cadáver de un joven. Ahí, solo, sin vida. Un apretón en la garganta me atacó rápidamente. El joven muerto parecía tan solo un niño, estaba degollado y permanecía con una mirada sólida. Nadie se tomaba la decencia de cruzar una mano enguantada por su cara, quitándole de una vez la sensación de siniestro espectador.
-Por favor..- Recé en busca de algo que sostuviera mi cuerpo. Me apabullaba la desinteresada postura de los oficiales que mantenían el perímetro de un asesinato. Todos con la cobarde afirmación aunque impropia de yo no fui. Dibujé entonces cuidadosamente, el contorno de su entidad. La cabeza, los hombros, brazo izquierdo, pierna, entrepierna, pierna derecha, cintura, brazo. Debajo de su brazo derecho pude ver que había un trozo de papel, parecía evidencia, saqué unas pinzas que había robado de las herramientas de la oficina. Lo tomé; no se por qué. Me enfermaban las caras de todos esos hijos de puta mirando hacia un cuerpo ya sin vida. Guardé el pequeño impreso en mi bolsillo. Me aseguré de terminar el contorno y metí lo que restaba de tiza en su bolsa y me paré haciendo un esfuerzo en los tobillos. Aun tenía una sensación de nauseas en la garganta y el fétido olor se quedaba conmigo.
-Buen trabajo hijo. Lávate las manos en aquel baño y ven conmigo. Iremos por un café.
-Gracias Rodríguez, señor.
-Dejáte de joder con lo de señor querés?
-Si, seguro.
Rodríguez me miraba con inocencia, como albergando a un estudiante bajo su tutela. Abrí la puerta de plástico del asquerosos baño improvisado que estaba ya casi sobre 18 de julio. Lavé mis manos con fuerza, me sentía sucio. El polvillo de la tiza blanca se mantenía impregnado. No quería salir.

Rodríguez se sentó frente de mi. Pedimos café negro.
-Te sentís bien Díaz?
-Sí, fue una experiencia extraña, nada más.
-Tranquilo. Es la primera vez, luego de unas veces más, será tan sólo eso. Vamos Díaz, qué querés ser?
-Qué importa eso con haber visto a un joven muerto.
-Era un joven entonces?- Miré a Rodríguez con ganas de insultarlo fuertemente, pero no pude decirle nada. El café comenzó a bajar suavemente y el sol no iba a salir hasta dentro de unas horas.
-Mirá Díaz.. el trabajo de detective no es nada fácil. Créeme, te querrás quedar con lo que tienes.- Encendió un cigarrillo. Ese hombre fumaba para acortar su vida. Camels, encima con lujos, viejo de mierda.
-Dónde viste que yo quería ser detective?.
-Querías Díaz? Una simple pregunta desarmó toda tu carrera?. Lo vi en tu expediente, tengo acceso a esas cosas y quería saber de vos… entonces, querés o no?
-Si claro. Es lo que pretendo de mi carrera. Pero este es un comienzo no?
-Si tu lo dices. Vamos tomá tu café que nos vamos a la comisaría, hay que hacer papeleo por el cuerpo.
Yo no quería más que descansar, unos metros de línea blanca me habían destruido. Ese joven todavía estaba en mi cabeza.
-Qué tienes ahí?- Preguntó Rodríguez.
-Dónde?- Me puse nervioso. No sabía a lo que se refería. De qué hablaba, no podría saber que tenía un trozo de evidencia en mi bolsillo. Asumo que comencé a sudar.
-Ahí Díaz, por favor mirate!.- Y lo vi. En la punta de mis dedos aun quedaban restos de tiza.-Es tiza, no importa.- Pude haberme entregado ahí mismo. Pasar el resto de mis años en cana. Que pelotudo que soy. Me levanté de la mesa tomando la taza y tomé lo que quedaba de café. Rodríguez mantuvo la mirada sobre mi.
-Bien, vamos.- Dijo Rodríguez con algo de sorpresa y se levantó seguido de mi. La ciudad estaba fría, como el cuerpo que debía estar viajando incompleto hacia la morgue. Lo volveré a ver? Ya no importaba.

Miércoles.

Me desperté sobre la mañana de un nuevo día. Seguía frío, aun se mantenía el invierno sobre la ciudad de Montevideo. El espejo fue cómplice de lo que había sucedido y que ahora tan solo parecía un mal sueño. Lavé mi rostro con agua y me preparé para dirigirme a la comisaría. Quizás nadie supiera. No había nada que saber. Me vestí y me puse la campera de oficio. En el bolsillo aun estaba el trocillo de papel. Seguía allí. Lo tomé con cuidado y lo puse en una bolsa de ziploc que tenía en la mesada de la cocina y lo guardé donde estaba. Salí al pasillo y cerré la puerta tras de mi. El tráfico estaba pesado. Demoré en llegar al trabajo.
Entré en la comisaría y Rodríguez me esperaba algo apurado.
-Dónde estabas Díaz?
-El tráfico, ya sabes cómo es.
-No no sé, llegué en hora. Levantate antes Díaz.
-Perdón señor, será la última vez.
-Oíme, basta con lo de señor escuchaste? Que te hayan puesto a mi lado es algo importante para vos y aparentemente para mi también así que no nos compliquemos la vida, está bien? Mirá y aprendé.
-Esta bien Rodríguez, no se preocupe.
-Listo. Vamos.- Caminamos casi corriendo pasando Asuntos Internos y nos dirigimos hacia la morgue. Rodríguez abrió la metálica puerta y entramos.
-Buenos días Carletti, cómo está?
-Bien Rodríguez, con mucho trabajo.- Respondió Carletti, otro viejo amargado por la vida y por el trabajo, supongo que ya tenía mayor interés en lo exánime que en lo viviente. Se debía llevar bien con Rodríguez, parecían dos hombres de la misma calaña.
-Este chico es Díaz.- Estreché mi mano con su mano fría.
-Qué tal Carletti?- Dije intentando romper con lo incómodo aunque fuera solamente mía la sensación.
-Vamos.- Dijo el hombre de la morgue y nos dirigimos hacia el fondo de la gran habitación de habitaciones. No sé si por estar ya falto de espacio o si el crimen no para. -El crimen no cesa.- Gritó Carletti avanzando por el centro de la sala. Supongo que era una ironía de la falta de espacio y del poco dinero que disponía el departamento ahora que estaba el gobierno progresista. -Este chico vino con el cuello abierto. Similar en el corte a un cuerpo que entró en la noche del lunes. –Veamos.- Se abrió una heladera horizontal sacando un cuerpo al aire. El mismo joven de la noche anterior salía del negro agujero helado.
-Atendé Díaz, con cuidado, agarrá ahí.- Dirigía Rodríguez mis acciones. Viejo salame, lo empezaba a odiar, aunque sabía que era mi pase a criminología. Vimos los dos cuerpos. Tenían el mismo corte en la yugular. El tipo sabía donde cortar. Hijo de puta. Sabía que era hora de entregar la mierda que venía cargando desde anoche, pero simplemente no podía. -Tienen el mismo corte.- Dijo Rodríguez. –Se nota acá, mirá Díaz, desde la parte ésta, justo debajo de la oreja derecha, pero no termina de cortar, nunca llega hasta la oreja izquierda.- Me tomó fuertemente de la parte superior del torso y me agarró el cabello tirándome hacia atrás y desarrolló el ejemplo de corte.
-Debía estar parado sobre la izquierda de la víctima. Supongo que debe atacar desde esa posición por alguna razón en particular.
-Soltame.- Le dije a Rodríguez nervioso. -Tranquilo chico, es solamente una demostración. Crees que te voy a matar?- El idiota de Carletti miraba con una sonrisa. Maldita complicidad que se tenían, lo detestaba, dos viejos arruinados, tampoco me sorprendía.
-Hoy debería volver a atacar.- Dije oportunamente. Los dos quedaron en silencio. Sabían que sucedería, era la cronología lógica de eventos.
-Vamos Díaz, hablás demasiado. Tenemos que pasar por la oficina del Capitán a conversar de este asunto tuyo del asesino. Adiós Carletti.
-Cuidate Rodríguez.
Salimos apurados de la morgue, me paré delante de Rodríguez en un intento de defender lo que había dicho allí dentro. No era en vano, era el precio a pagar.
-Me crees no? No estoy diciendo esto por decirlo. Tenemos dos cuerpos con el mismo modus operandi, querés mirar a un costado?.
-Escuchame Díaz. Te creo, pero sos el pendejo de la tiza, no lo podés decir así nomás al aire, como si tuvieras la razón absoluta cada vez que abrís la boca. Seguramente te darán el pase para lo que querés y a mi me dejarán en este hoyo.
-Querés un trabajo de escritorio, es eso?
-Callate pendejo!. No tenés idea de lo que pasa en la calle, sos nada más que un niño con la idea de que esto es igual a un juego.- Me callé, en fin, era momento de cortar por lo sano. Era nada más que un viejo débil, quizás herido de alguna guerra. Estaba bien. No sabía yo lo que era la calle, pero alcanzaba, al final nadie sabe lo que pasa, todo se juega a ciegas, a ver qué hay. –Vamos chico.- Dijo Rodríguez al final.
La oficina del capitán parecía un lugar para quedarse a vivir. Entendí el enojo de Rodríguez por lo que había dicho antes. Cuadros familiares, algún diploma que seguramente era una cuestión de ego, lapiceras caídas y un enorme cenicero a un costado del escritorio de madera elegante. “Capitán Eugenio Sánchez”
-Qué tienen? Preguntó el Capitán Sánchez.
-Bueno…- Iba a hablar Rodríguez pero interrumpí fuertemente.
-Tenemos un homicida en serie.- Sánchez suspiró con fuerza. Miró fijamente, y no dijo absolutamente nada. –Tenemos dos cuerpos con el mismo modus operandi y estamos de acuerdo en que se podría tratar de un asesino serial y que deberíamos estar al tanto del caso. Podría atacar otra vez esta noche. Rodríguez me miraba fijamente, habíamos interrumpido con una piedra en el zapato del señor que miraba detrás del escritorio.
-Tenés un pendejo arrogante.. eh.. Rodríguez?- Volvió a suspirar.
-Capitán, el chico podría tener razón aunque no creo, todavía es un pibe de tizas. Es un caso suelto y todavía es muy pronto para decidir nada.
-Bien Rodríguez, el caso es tuyo me oíste. Es tu culo no el mío y llevate al pendejo. Podría aprender algo.. no te parece?.
Me habían traicionado, o al menos así lo sentía. Todavía tengo mucho poder en el bolsillo. Salimos de la oficina. Caminamos unos metros y no faltaba mucho para la increpa de Rodríguez.
-Escuchame pibe. Quién carajo te crees que sos… (Suspiró unos segundos, sosteniendo un cigarrillo entre los dedos mientras se tocaba la nariz con esa misma mano) Tenés huevos eh.. eso te lo doy. Andate para tu casa. Si pasa algo yo te aviso.
-Me jodiste ahí adentro.
-Nada, callate, aprendé, no podés tirar esa así nomás como si anduvieran por ahí, sueltos, queriendo matar a medio pueblo!.
-Esperá y vas a ver Rodríguez.- Me di vuelta y caminé hacia la puerta de la Comisaría. –Nos vemos esta noche!.- Grité al salir. Era mi firma de odio de el hacia mi. Caminé un rato para descansar aquella discusión. Veía la ciudad expectante. Esperando sangre. Vendría, no me preocupaba por eso. Rodríguez era un iluso, la muerte estaba a la vuelta de cualquier esquina, el lo sabía pero no quería arriesgar su trabajo y eso estaba bien, pero no para mi. Yo era un chico, como ellos decían y no me importaba, sería un chico con huevos. Lo verían.
Mi apartamento estaba a unos metros. Subí y me tiré en la cama. Dormí. Sonaba el teléfono impertinente. Me desperté y atendí.
-Hola..-Murmuré todavía dormido.
-Díaz? Despertate, tenemos trabajo.
-Rodríguez? Qué hora es? Qué pasó?
-Movete Díaz, estoy en la Estación Central, vení cuanto antes.- El teléfono se cortó. Había otro cuerpo y yo tenía razón. Este hijo de puta era dueño de la noche y ella estaba cobrando sus víctimas. Se devolvían al pavimento, los hijos de esta mierda iban cayendo de a uno. Todos tenemos la culpa, no se suponía que hiciéramos esto. Erigir enormes ciudades aunque Montevideo zafara un poco del asunto.
Bajé corriendo y el bolsillo aun pesaba. Mejor así. Tomé un taxi sobre la calle Rivera. A esa hora de la noche llegamos pronto.
-Buenas noches Rodríguez.- El señalo hacia la pared de uno de los costados oscuros de la Estación.
-Ve por ahí chico. Tienes un cuerpo.
Caminé unos metros sorteando oficiales y cintas amarillas. Otro joven, por Dios, los venía cobrando. Me acerqué unos metros hasta llegar al cadáver y otro oficial más se refirió a mi como “chico”. Puse el peso de mi cuerpo en los tobillos y me agaché sobre el cadáver.
-Dibujá la línea pendejo!.- Me llamó la atención un oficial de segunda que estaba parado ahí asegurando la maldita zona. Tomé una tiza que quedaba de la noche anterior y dibujé la línea. Tenía el cuello abierto de la misma forma que las otras dos víctimas. Iban tres y se me iba a poner feo en la oficina de Sánchez. Brazo derecho… debajo había otro pedazo de papel. Se había pegado al piso por el frío. Lo tomé y lo guardé en el mismo bolsillo. Me levanté y guardé la tiza en su bolsa.
-Listo oficial, gracias.- El milico de segunda me acompañó hasta el perímetro donde me esperaba Rodríguez.
-Y chico, qué tenemos?- Preguntó Rodríguez calmado, fumando un cigarrillo y seguramente había perdido la cuenta de cuántos a esta altura de la noche.
-El mismo eme o.- Rodríguez suspiró exhalando desagradablemente el humo por su nariz y boca.
-Bueno, nos vamos. Agarra tus cosas chico, nos vamos a la oficina.- Caminamos hasta la Comisaría que era a unas pocas cuadras de allí sin decir nada. Imagino que Rodríguez estaba enfadado por no escuchar y ver siempre hacia adentro. Maldito idiota. Sentados en un escritorio esperamos a que llegara Sánchez. El habitáculo comenzó de a poco a saturarse de humo.
-Crees que tenemos un caso verdad?- Preguntó Rodríguez convencido de la respuesta que era obvia.
-No es obvio?
-No lo sé chico, realmente no lo sé. Tenemos tres cuerpos, tres noches y tres eme o idénticos. Esperemos a Sánchez y veamos que dice. Está bien?- Dijo entregado. Sabía que se había equivocado todo este tiempo. Yo lo sabía, quizás el no. El bolsillo pesaba, cargaba una gran responsabilidad que se debía pagar para llegar a donde quería. Sánchez irrumpió en la habitación varios minutos después cuando la oficina se asemejaba más a una cámara de gas.
-Por Dios Rodríguez, esas cosas te van a matar.
-Lo sé Sánchez, pero no me importa, ya estoy muy viejo y muy gastado para andarme preocupando por estas cosas, no te parece?.- Sánchez miró sin decir nada.
-Qué tenemos?.- Preguntó al fin.
-Con la noche de hoy tenemos tres cuerpos con las mismas lesiones.- Dijo Rodríguez admitiendo una derrota. Ahora debía pagar por sus errores.
-Y tu niño.. crees que volverá a suceder mañana por la noche, verdad? Ustedes están siempre muy seguros de todo. Horas de papeleo lleva cada pajero al que se le pasa por la cabeza la idea de caminar por esta zona de la ciudad a estas horas. Sigue así y pronto serás un detective hijo.
-Si, creo que si. Va a suceder otra vez y no sé si tiene intenciones de frenar. Las tres muertes ocurrieron en esta zona, todas a apenas unas cuadras de distancia. Va a pasar de nuevo y otra vez en nuestra cara.- Dije seguro de mis palabras que cavaban mi tumba ahí mismo en esa oficina de mierda.
-Rodríguez.. tenemos alguna pista, de algún tipo?.- Preguntó Sánchez.
-No señor, no todavía. No hay huellas, no hay arma, no hay nada. El hijo de puta es un fantasma. No podemos hacer nada. Esperar a que el tipo mate.- El silencio ocupó la sala. Nadie dijo nada, nos miramos buscando respuestas en los rostros esperando que alguien apueste algo. Sánchez se paró y se retiró de la oficina.

***

La muerte por lo general llega y no hay forma de escapar a ese destino horrible. Algunos dicen no tenerle miedo a la muerte, pero cuando llega, simplemente se cagan encima. Este tipo volvería a matar y el pobre infeliz al que le toque nunca lo vería venir. Es una bufonada como se desarrolla la vida. Un día sos un “chico” que dibuja con una tiza el contorno de un cadáver en la escena de un crimen y otro día prácticamente eres el detective a cargo del caso y con un viejo perdedor a cuestas con miedo de perder su puto trabajo.
Rodríguez era tan culpable de aquellas muertas como el propio hijo de puta que se ensucia las manos con sangre. Era su caso ahora y su ignorancia sería mi fortuna, esperar y recibir. En cada brazo derecho estaría ahí, esperando, calculando, recogiendo ese pedacito de mensaje que el propio asesino era incapaz de transmitir porque un resentido como yo estaba en el medio de todo. La noche del jueves pasó y también la del viernes y teníamos cinco cuerpos mudos en la morgue congelándose y el asesino seguía sin poder dar su recado de muerte. Sin rituales satánicos, sin boludeces de películas ni héroes con placas de oro. Un resentido pelotudo con una tiza y los ojos bien abiertos para conseguir lo que quería. La muerte es así, parte de otra cosa. Un asesino mataba y caminaba libre sin saberlo y un wannabe de detective se ensuciaba las manos con sangre para lograrlo.


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(final alternativo)

-Vamos chico, saldremos un rato, acá no vamos a solucionar nada.
Salimos de la oficina. El pavimento seguía hambriento y la ciudad inmutada.
-Me voy a mi casa Rodríguez, tengo la sensación de que esta noche nos vamos a ver.- Dije cansado de este circo de idas y venidas sin un final claro.

Jueves.

Entré a mi casa y dejé las llaves sobre la mesada de la cocina y me acosté. Extrañas noches se habían sucedido. Algunas horas más tarde el teléfono volvía a sonar.
-Hola…
-Díaz, soy yo.- Dijo Rodríguez entre el ruido.
-Dónde estas Rodríguez?
-A unas cuadras de la comisaría.- Las sirenas y el bullicio dominaban el entorno de la llamada.
-Encontrame ahí, ya voy.- El teléfono se cortó y me levanté tomando las llaves para irme. Alcancé un taxi y llegué a la comisaría en unos minutos. Rodríguez estaba ahí, parado en la puerta, recostado sobre un hombro, fumando.
-Hace mucho rato que esperás?
-No chico, no te preocupes. Vamos, es por allá.
Momentos después llegamos al lugar. Un escenario fúnebre montado para la investigación. El morboso placer de observar. Tomé una tiza de la bolsa y me acerqué.
-Suerte chico.- Dijo Rodríguez irónicamente.
Odiaba su sarcasmo pero ya estaba allí y peor era ver a otro joven con la garganta abierta. Con cuidado comencé a dibujar la línea circundante por el lado izquierdo asumiendo que sobre la derecha se escondía la nueva pieza de evidencia. En ese momento tuvo lugar el peor momento de mi existencia. Sentí el aliento anicotinado de Rodríguez en el cuello. En el momento que tomaba el trocillo de papel me di cuenta de lo que venía. Los números impresos en cada pedazo formaban uno. “1-3-18-2”.
-Lo encontraste Díaz. .- Susurró Rodríguez en mi oído. Me paralicé, no entendía por qué. La placa del hijo de puta se formaba con cada cuerpo. Qué me estaba diciendo. -Aprendés rápido.- Rodríguez seguía susurrando. Estábamos rodeados de policías que no le tocarían un pelo al viejo. –Ahora callate y escuchá pendejo, esta es mi última obra y no me la vas a cagar. Ya sabés.. y tenés la oportunidad de ser lo que querías. Un detective! Verdad? Eh niño? Que estupido eres..
-Por qué Rodríguez?
-No pensé que preguntarías esa idiotez.. esto no es el cine, chico. Así es la calle. Era lo que querías, el precio de aprender. Ahora la sangre está en mis manos. Andate y limpiá las tuyas.
-Estas bien hecho mierda loco. Crees que vas a caminar así nomás. Un día vas a caer.- Dije con inocencia intentando sacarle algo más al viejo que miraba agachado sobre mi y el único que presenciaba era un fiambre. Rodríguez se reía, yo también quería reír, que iluso.
-Andá y decí lo que viste. Un número.- Susurró otra vez. Decidí pararme y enfrentarlo pero no pude. Lo que había era silencio. Caminé por un costado de él y salí de la escena. –Díaz!, Díaz!. –Gritaba Rodríguez. Todo había terminado, para ambos. Caminé por 18 de julio hasta la madrugada, baldosas que esconden vida y muerte llevaban ahí un largo tiempo, seguían ahí. Todo siempre sigue ahí.
Detrás de las barras quedaría un viejo con las manos llenas de sangre, en la calle el que se las ensuciaba en vano. La muerte es así, parte de otra cosa.


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jueves, 11 de octubre de 2007

Sin sentido

Hoy no se qué escribir. Posta, no se. No se si es porque estoy verdaderamente cansado o si es por pura pajería. Capaz que la segunda queda mejor. Hoy caminé por un parque y me encontré con una rama que se había caído del árbol, no se por qué, el viento supongo y otra mezcla de causas que no sabría cuáles son.
-Cómo es tu nombre? Preguntó la rama.
-Juan, y el tuyo?. Le contesté.
-No se, no se si tengo nombre, querés ponerme uno?
-No se si puedo, no creo tener las condiciones de poder dar nombres a las cosas..
-Soy una cosa? Preguntó la rama indignada.
-Bueno, si, sos una rama.
-Qué es una rama?
-Una parte del árbol, algo asi como los brazos.
-Es lindo ser una rama?
-Es lindo ser una persona? Pregunté finalmente. -Puta madre, a nadie le gusta ser quien es!
Me fui caminando lento.

miércoles, 10 de octubre de 2007

Dedos azules

El sol ya se escondió. Miraba por la ventana, la gente pasaba mientras una garúa comenzaba a caer cambiando planes, cambiando algo en la cabeza de los caminantes apurándoles el paso. Volvía hacia el interior mirando la maquina de escribir que seguramente quisiera darme un empujón hacia las ideas. La hoja aun estaba en blanco y estaba desconforme pero creía que eso iba a cambiar de momento a otro. Escribió y tachó, la hoja era ahora una pelota arrugada que volaba cerca del suelo a la altura de una silla hasta caer fuera de una papelera. Las manos pasaban por la cara. Los ojos cerrados y la boca reseca detrás de la piel lo asustaban un poco. Fue en busca de algo de inspiración; pensaba en una musa que estaba lejos y sus ojos marrones vinieron en un recuerdo que lo asaltaba hasta introducirlo en una ciudad de calles escondidas entre los árboles y baldosas, de esas flojas que te mojan los championes. Todavía restaba cerveza en una botella aunque ya no la quisiera, una copa de vino era ahora su cable a tierra o hacia algún lugar fuera de aquí. Paseó por la habitación intentando recobrar el sentido que en otras oportunidades había ayudado a llenar el papel, a colocar letras y palabras entre renglones de un cuaderno de espirales. Pensó en regresar a los renglones, eran algo dentro del vacío blanco que daba la maquina de escribir. Le gustaba derramar un poco de tinta sobre papel. Hubo una época en que convertía muchas cosas en papel, se había olvidado un poco de eso y ya no sabía o no tenía nada para convertir, o tenía mucho para convertir y poco papel. Se quedó con esa última. La cocina se llenaba de luz mientras buscaba más vino. Al final de esa copa decidió salir, caminar un rato. Allí entre las calles se encontró con extraños, los miró y los volvió a perder. No supo qué quería escribir, odiaba un poco a los extraños tanto como los quería entre las diez y alguna hora de la madrugada luego de unas cuantas copas. No quería esforzarse en encontrar algo que su mente no estuviera buscando y pensó en nada. Entró en un bar. El humo lo envolvió y la música resonó en su cabeza haciéndolo sentir bien. Se sentó en una mesa próxima a una ventana para poder tener algo de dos mundos aunque quisiera solamente uno. Una chica se acercó y él pidió una cerveza, ya no quería vino, lo ponía un poco mal, se río mientras pensaba eso. No era que lo pusiera mal, el conjunto de análisis que se emperraba en hacer lo llevaba inevitable a eso y hoy no lo necesitaba. Media botella había quedado atrás pero su estupidez no alcanzaba todavía. Volvió a reírse haciendo ésta vez una mueca evidente. Alguien lo notó desde lejos y también sonrió. Se acordó de su lejana musa donde fuera que estuviera dentro de aquella gran ciudad que extrañaba. Pensó en escribir y lo hizo, solitario en aquella mesa él siempre traía consigo papel para convertir. Bajó algunas palabras en tinta, llenando renglones acordándose de algunas cosas que lo volvieron a hacer reír. Su mano se movía rápido de un lado a otro sorprendiéndose a si mismo e incluso haciéndolo reír un poco más. No estaba mal. Una botella pasó, pasaron dos y hasta tres. Dejó la cerveza y volvió al vino, uno mejor que el que tenía en su cocina. Los renglones se desangraban y a él eso le gustaba, la tinta mojaba el papel mientras seguía en un frenesí de movimientos. Su musa seguía allí entre la tinta y el papel, su nombre, el de ella, aparecía alguna vez entre palabras dentro de una historia que surgía y que deseaba seguir quién sabe cuándo. Sostuvo la esperanza de que algo lo llevara de nuevo hacia allí. El rock&roll le hacía bien y lo inspiraba en alguna medida aunque las copas de vino hicieran su parte. La gente lo comenzó a mirar, a observarlo desde una distancia mientras la música seguía y los extraños ya no estuvieran. No sabía cuánta tinta había desparramado, la madrugada no estaba lejos y el bar estaba a minutos de cerrar. El vino ya no estaba y su copa estaba vacía. Levantó la cabeza para pedir un poco más de eso que fuera que lo estaba ayudando y se encontró con el lugar vacío y la gente observando. Se había divertido. Pagó lo que debía y se fue. Caminó otra vez por aquellas calles, esta vez no había extraños y un resplandor surgía detrás de los edificios. Buscó en su bolsillo por una llave y la encontró, abrió la puerta y volvió a encontrarse con la maquina de escribir que seguía allí, sin hoja blanca y una pelota de papel cerca de una papelera que no recordaba haber arrojado. Dejó su cuaderno sobre una mesa y se sentó en un sillón a descansar.
La mañana lo había despertado. La pelota de papel seguía cerca de la papelera. No había sol, detalle que supo agradecer durante algunos minutos. Dejó el sillón y se acercó a la ventana, la gente caminaba un poco más lento. Su cabeza daba algunas vueltas sobre la noche. Pensaba en los renglones a los que iría más tarde, aun no quería darse cuenta de lo que había hecho aunque no fuera a cambiar nada. No quería cambiar nada. Quería a la gran ciudad y a su musa. Quería baldosas flojas y calles con árboles que llovieran sobre ellas. Quería irse de aquí. Quería. Una ducha tibia le asentó el cuerpo y volvió a la cama. Creía que dormía mucho pero era sábado y no tenía problemas con eso. Quizá lo volviera a hacer otra vez esta noche.

miércoles, 26 de septiembre de 2007

Alberto.

Alberto no estaba muerto. Todavía convulsionaba en el suelo cuando entré en la habitación. Sus ojos inmensos miraban con desesperación y calma. Era un mar esperando una tormenta. Sus manos estaban frías y temblaban. No me dijo nada, no quería ayuda. Me senté a unos metros de él y observé. Quiso hacer un esfuerzo y tosió escupiendo un chorro de sangre que llegó casi hasta mis pies. Ya no podía mirar, quería irse y yo no podría hacer nada.


1

Yo vivía con mi madre y con mi hermano Alberto. Él era un tipo tranquilo, de esos que se divierte con poco y que disfruta de las cosas pequeñas de la vida. Un hippie diría mi vieja que estaba enferma; hace unos años le habían descubierto un tumor en el cerebro y desde entonces su cabeza hizo click. No la culpo, quizás yo hubiese hecho lo mismo, click, y listo, solucionar tantos problemas de un solo “click” y que el resto caiga en manos de otra persona, o sea, de mi. Alberto en aquella época comenzó a pasar mucho tiempo encerrado en su habitación escribiendo y yo entraba cada algunos días para asegurarme de que estuviera bien, que estuviera vivo. Había tenido unos problemas con una antigua novia hacía unos meses y desde entonces y desde lo de mamá que no dice absolutamente nada. Yo tenía una habitación entre la de Alberto y la de mamá. Algunas noches se ponían interesantes y otras no se sentía absolutamente nada, lo que podía ser bastante peor.
Desayunábamos juntos, a veces, cuando nos cruzábamos en la cocina y los tres nos tomábamos un café con leche sin decir una sola palabra. Nunca me quejé, no me gusta tanto socializar durante las pequeñas horas de la mañana aunque si salía algún tema de conversación en la mesa tampoco odiaba participar. Claro que era yo el único que haría la “participación” el resto siempre era oyente. Me acuerdo de mis épocas de oyente en la facultad. Nunca entendí que quería decir, ¿Éramos todos oyentes o solamente yo? En fin, fue un época corta de mi vida. Alberto salía conmigo en aquel entonces, bares, algún boliche. En uno de esos conoció a su novia Isabel. La que luego tendría problemas con él y él con ella. Alberto bailaba solo, no porque le gustara, bailaba solo. Yo también, pero siempre tenía que iniciar las conversaciones de Alberto con las mujeres. Supongo que en algún lugar del camino agarré la práctica. Se pasó toda la noche hablando con las mujeres que le fui consiguiendo, no me dejaba nada, era como una maquinita. Me gustaba verlo así, contento. Esa noche nos fuimos caminando hasta casa. Nunca lo hacíamos de esa manera pero esa noche fue así. Caminamos unas cuantas cuadras sin decir mucho hasta que lo dijo. Se quería matar. No lo tomé en serio creo, sería por la hora, sería por la calle, sería por cómo lo dijo. No se, todo el mundo piensa en matarse una vez en la vida o más en otros casos.
Dos cuadras pasaron sin poder decirle nada que no fuera obvio e irrelevante. ¿Qué le podía decir? Ni yo tenía la mente lo suficientemente clara como para creerme capaz de solucionarle la vida a una persona de esa manera, pero era mi hermano, le dije que estaba loco, que cómo podía hacer eso. Cosas estupidas, increíble que las estuviera diciendo. Llegábamos casi hasta la puerta de casa y no pude decir más nada. Alberto ya lo había dicho todo, tres palabras para sacarse todo de encima, pasarle la pelota al otro, tres palabras eran toda su vida. Isabel había estado en casa unos días después de la confesión de Alberto y habían tenido una discusión, no parecía importante hasta que no la vi volver más.
Una mañana toqué varias veces en la puerta de la habitación de Alberto y no recibí respuesta, me asusté y entré, estaba desayunando solo. Me miró con ojos grandes. Casi pude ver una sonrisa detrás del tenedor. Me despreocupé y me fui a facultad, como todas las mañanas.

2

Alberto no había salido de su habitación en toda la mañana, empecé a asustarme o a pensar en una probable transformación. Preparé el desayuno para mamá y me fui de casa. No volví hasta la tarde. No se escuchaba nada, no había un sonido en el aire. Caminé por la casa y vi a mamá durmiendo en su cama. Alberto no estaba. Había salido. Volvió tarde, pasada la madrugada, lo escuché entrar y meterse en su habitación. Me sentí bien, el aire le haría bien supongo. La mañana fue interesante. Mamá tuvo un colapso y se desmayó, llamé a la emergencia que demoró en llegar pero llegó. Estaba bien. Alberto nunca salió de su habitación a pesar de mis probables gritos intentando devolverle el sentido a mamá. Creo que nunca le importó.
Mamá murió una semana más tarde. No vi a Alberto en quince días, estuvo todo el tiempo en su habitación, a una pared de distancia y sin embargo completamente inaccesible. Una tarde escuché algo, un gemido extraño, un golpe y luego nada. Era absurdo pensar que podría estar bien, que todo estaría bien. Abrí la puerta con fuerza.

3

Alberto no estaba muerto. Todavía convulsionaba en el suelo cuando entré en la habitación. Sus ojos inmensos miraban con desesperación y calma. Era un mar esperando una tormenta. Sus manos estaban frías y temblaban. No me dijo nada, no quería ayuda. Me senté a unos metros de él y observé. Quiso hacer un esfuerzo y tosió escupiendo un chorro de sangre que llegó casi hasta mis pies. Ya no podía mirar, quería irse y yo no podría hacer nada.
Se fue, así nomás, así como pasa una brisa, así como las cosas pasan, de golpe y sin aviso alguno. Pronto me iría yo.

martes, 25 de septiembre de 2007

De baldosas amarillas y ojos marrones.

Había escapado de un colchón en el suelo y estaba entre nueve camas ajenas entre las que estaba la mía, la que había tomado prestada para sobrevivir -por lo menos por un rato-. Servía. Había hecho un acuerdo con ella, me dejaría dormir. Las persianas antiguas a medio abrir daban a una calle transitada que no era mía pero parecía. Estás tan lejos pero tan cerca; te das cuenta que eso no es tan real y que las distancias existen. No me siento muy bien escribiendo esto, sobretodo sabiendo que supe creer en eso. Supongo que es una cuestión de mentalidad, que uno genera eso en su cabeza digo. Tenerlo como una absurda forma de escape, como una forma de auto contentarse o de no auto flagelarse. Las baldosas de Palermo me eran familiares y era hasta insoportable, kinda scary, no querer volver. Las gotas de limón ensuciaban el papel mientras la cerveza se hacía ácida y el humo del puré subía por mi rostro. El aire sonaba a Rock&Roll mientras el 39 daba la vuelta en Plaza Serrano y me desarmé en ese aire, era un poco inevitable, me culpo a mi mismo. Mi Verónica me miraba y yo me perdía allí en sus ojos, extrañaba esa mirada. No lo estaba buscando aunque nunca supe lo que iba a encontrar, creo que me dejé llevar y eso estaba bien. Poder mirar lo que podía haber entre tanto aeropuerto y malas comidas. Caminar por baldosas amarillas y sentir el aire a hogar o a la falta de altura. Me esperaban el mar, la arena, un barco y reuniones entre caras conocidas y olores que alteran la sensibilidad. Esperaba, la cerveza ya no estaba, el bar ya no estaba y viajaría en un auto con aires de otra galaxia. Ella me miraría otra vez, más tarde, cuando el día acabara. Como siempre, te ibas a reír y me sentiría bien.

Buenos Aires, '07.

martes, 7 de agosto de 2007

Construcciones

El joven viajaba sentado en los asientos traseros del ómnibus, venía leyendo. A veces las palabras saltaban un poco, perdiendo la concentración durante unos segundos hasta retomar con la historia. En una de las paradas se subieron una mujer y un hombre, no parecía que vinieran juntos. Ella caminó por el pasillo hasta encontrar un asiento vacío y el hombre se sentó exactamente detrás. El joven no se preocupó pero le parecía raro. ¿La iría a secuestrar? ¿Y si se paraba y de repente robara el ómnibus? Siguió con su lectura hasta donde pudo. El ómnibus tomó una calle que no acostumbraba a tomar, miró hacia los costados y sintió en los demás su misma ansiedad. Siguió dos cuadras más y su ansiedad pronto se convirtió en temor. Pensó en bajarse. Esperó con el libro apretado entre las manos y había empezado a sudar.
Normalmente esto no sucedía, éste ómnibus no iba por acá. ¿Lo estarían secuestrando a el? El joven decidió pararse y se apresuró hacia el fondo para bajar. El ómnibus volvió a doblar y tomó nuevamente la calle que conocía. Dejaba atrás algunas cintas amarillas y a varios obreros arreglando la calle. Su rostro se reflejó en el vidrio. Descansó.

Cerdito

Juan estaba cansado de juntar las moneditas que le iban sobrando de los vueltos. Durante un tiempo las fue guardando en una pequeña caja que su madre le había regalado cuando era chico. Ahora solamente quedaba lugar en bolsas de nylon de supermercados y una vieja chanchita que estaba rota y ya no servía. Rosada, sonriente, destruida. Miraba la tele y miraba la chanchita rosada encima de su mesa, al costado de la televisión. Quería deshacerse de las bolsas de nylon llenas de marcas y de cosas tan poco familiares. Entonces apagó el televisor y bajó -literalmente- del sillón, las puntas de sus pies todavía no llegaban al suelo. Fue hacia una alacena en la cocina a buscar pegamento y otros útiles que le sirvieran para revivir a su chanchita. Pasó varios minutos tratando de pegar los pedazos y hasta se lastimó los dedos un par de veces antes de lograr unirlos todos. Las horas en el reloj habían volado de un lado a otro.
Terminó, quedaba poner las monedas adentro y tendría una nueva alcancía para guardar sus moneditas. Vació una bolsa de nylon dentro de la chanchita, el sonido de decenas de monedas lo emocionó, era su primer contacto capitalista en serio. Cuando terminó ya no había lugar en su chanchita y lo único que quedaba eran algunas bolsas de supermercado.

sábado, 26 de mayo de 2007

Ensayo de un viajante.

Montevideo.

Los aviones vuelan a miles de metros de altura (o pies si así es más sencillo). Son artefactos similares a las naves espaciales si abunda una pizca de imaginación. Pronto tendré mi vuelo a Marte o destino a elección (este es el que me gusta a mí) pero todavía es la parte más simple. Por lo general la persona que se sube a un avión lo hace con un cometido, de alguna manera está buscando algo o intenta encontrarlo en alguna manifestación divina o no, una vez arribado a destino; nunca lo sabrás hasta estar entre millones de extraños que no recuerdas de ningún paseo en ómnibus. Todavía dormís en tu cama, cagás en tu baño, y usás un cepillo de dientes que está gastado y te recuerda a esas luces que no son de colores y a esos azulejos que no son blancos. En definitiva, todavía estás en casa y esa es la parte más compleja. La cerradura en la puerta tiene un truco y solamente vos conocés la manera justa de meter la llave. Más allá, el calor de una estufa te recibe mientras dejás el frío que la ciudad viste en estas épocas. Las calles de otoño son como siempre las miraste y los árboles siguen ahí, en ese lugar en el que te apoyaste alguna vez en una noche de alcohol. Las hojas muertas caen en armonía y las pisás igual a como lo hacías cuando eras niño y todavía te divierte o te hace sentir un poco más joven o te recuerda a una tarde con tus viejos en una calle de Pocitos. Tu cuarto tiene el mismo olor que querés desterrar hace tiempo pero sin duda es un champión sucio escondido en un placar. Una mañana te levantás y sabés que en un tiempo ésto no será lo primero que veas cuando abras los ojos y sentís de inmediato que te inunda una sensación de pánico. La misma sensación que alguna vez sentiste si te quedaste perdido de chico en algún supermercado y mamá no está a la vista y empezás a caminar desesperadamente por entre góndolas llenas de productos esperando reconocerla entre tantos rostros desconocidos. Mirás por la ventana al despertar y Montevideo sigue allí, de pronto sientes tranquilidad. Todavía falta para encontrar otro planeta del otro lado del vidrio y no hay necesidad de ponerse nervioso, ya habrá tiempo para eso. Hace varios días que vengo recorriendo la ciudad en un fusquita (Volkswagen escarabajo). Intoxicarse con el gris de la gran metrópolis (o al menos eso es para mí) me resulta agradable y confortable pero en su medida justa. Las ciudades que se aman deben tomarse con precaución pues son de alto riesgo para la salud mental. Amo Montevideo, es una cuota de viajante. Conocés Montevideo y eso no es poco; es una ciudad de una mística rara cuando se lo mira con esos ojos que buscan una mística, si no, es simplemente el barrio, el trabajo y las plazas llenas de esos árboles que en estas épocas no hacen bien a los ojos. Seguís acá. Los marcos con sus fotos en las bibliotecas aprisionando a los libros con tanto recuerdo. Una filmación en superocho que te lleva fulminante a otro tiempo. La bicicleta estacionada en el patio llena de telarañas con ganas de andar. Seguís acá. De pronto una mañana a la madrugada te tomas un ómnibus a Ciudad Vieja para comenzar con los arduos trámites del pasaporte. El frío cala en el cuerpo atravesando capas interminables de ropa y una garúa cae patética; los asientos rasgados y la sensación de que ya eres extraño en lo común. Una carrera en plena noche por un lugar en esa fila que es el principio de la asimilación. La fotografía que en unos años será sepia y que por ahora es el retrato de un viajante descansa en el fondo de un morral.

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jueves, 4 de enero de 2007

Las Nubes.

Desde algún lugar de La Pedrera.

La mañana entró rápido. Afuera llovía. Una música suave comenzó a sonar acompañando la tristeza del día que empezaba aunque anoche las mismas notas acompañaron al sueño. Pronto las bocas se desesperaron y salieron; el hambre de otros y la suya lo habían dejado solo, a la espera de un ansiado regreso. Intentando devolver una gentileza preparó un beberaje para acompañar lo que vendría. Los minutos se hicieron largos, la caldera ya no echaba humo y él se había sentado a esperar. Simplemente a esperar. Unos segundos le alcanzaron para divisar sobre una mesa un viejo libro que creyó innecesario para tal espera, pero le sirvió. Un ómnibus, un viaje, dos pasajeros que iban juntos y después no.
Los otros todavía no llegaban; se puso nervioso y creyó en una conspiración absurda. Miró por la ventana, ahora no… y volvió a mirar. El cielo gris no ayudaba, ellos todavía no llegaban. Creyó en la venganza de las corvinas y tuvo miedo, sabía que era mentira, pero igual. Furiosas vendrían a llevárselo y lo matarían. Le gustó.
El movimiento del pestillo rompió el silencio y pensó en tranquilidad. Habían llegado. De entre las nubes espesas bajó un grito que abrió el cielo y calmó su mente. Se despejaba. El día dejaba de ser triste. Y él dejaba de ser él.