lunes, 7 de diciembre de 2009

El vendedor de jazmines

El vendedor de jazmines colocaba sus flores en una mesa al costado de la calle en una esquina de la ascendente Montevideo. Tomándose su tiempo para montar su puesto colocaba uno al lado del otro los jazmines que se exhibían a los transeúntes para quien deseara comprarlos y las más veces pasaba muchas horas solamente contemplando sus flores y la callejuela. Había quienes pasaban de largo y apenas dirigían el ojo para comprobar aunque sea a lo lejos la existencia de aquel comerciante. Como muchos de los negocios de aquella ciudad, este también era zafral y podían pasar incontables días y semanas antes de vender siquiera un solo jazmín, pero el vendedor conocía las rachas de sus ventas y la mayoría de las veces ni siquiera se resignaba de vender aunque fuera un par de flores.

En aquellos años '40, Montevideo era una ciudad efervescente. Los automóviles europeos que por esos años inundaban la metrópoli se aparcaban en 18 de julio y de ellos bajaban los hombres de las más altas clases a pasearse en sus trajes oscuros y elegantes, con sus mujeres en sus brillantes vestidos de terciopelo, haciendo ruido al pisar con sus costosos zapatos deslumbrantes camino a los grandes teatros donde se reunía por aquella época la elite montevideana. Y siendo un hombre de la calle, el vendedor de jazmines conocía las agendas de aquellas juntas a las que siempre había querido acceder, pero que también había aprendido a resignar durante mucho tiempo pues su suerte no era la de un hombre adinerado.

Fue en el año 1951 cuando en los diarios figuraba una noticia que preocupaba a esta alta clase social. La mafia había comenzado a sobresalir y de a poco tomaba las calles. Había un problema de jurisdicciones sociales. La mafia reclamaba lo que había sido suya durante algunos años y que ahora era rápidamente ocupado por la clase política más alta del Uruguay de la época, los teatros. Algunos días atrás, un senador había sido asesinado detrás del Cine Plaza y la policía había argumentado que la mafia, que de a poco salía de una devaluada clandestinidad, era responsable del derrame de sangre. Pero como en toda ciudad de enriquecidas minorías, la policía defendía silenciosa pero firmemente los intereses de esos espectros sociales y por ello la mafia debía moverse con cierta cautela por Montevideo.

Aquel crimen había sido simplemente el comienzo de una disimulada batalla por esos espacios públicos que eran de mutuo interés. En los periódicos en los que se manejaban esas noticias se había informado que el cuerpo muerto del senador llevaba un jazmín en el traje como firma de autoría, por lo que era ciertamente probable que aquella flor hubiera sido adquirida a un vendedor de jazmines de la zona. Por esos días la competencia no era mucha y eso rápidamente asociaba a nuestro vendedor al crimen perpetuado por la mafia, quien sin desearlo había vendido una de sus flores a uno de los más conocidos mafiosos de la ciudad, al que además era difícil de identificar pues los hombres que eran parte de aquella disputa se vestían de igual manera ya que nadie quería ceder terreno y la vestimenta era una clara postura. Recordaba a los hombres que habían parado en su puesto porque no eran muchos, pero no había forma de saber quién era quién, por lo que decidió no aventurar ninguna decisión de retirarse del negocio antes de convertirse en un sospechoso.
El vendedor de jazmines desmantelaba su puesto cuando el sol caía y caminaba de regreso a casa. Esa noche de diciembre desarmó la mesa, juntó las flores, se puso el diario bajo el brazo y caminó, ya entrada la noche, por las calles del centro hacia su casa. Pensaba que era probable que la policía ya lo tuviera identificado aunque nadie se hubiera acercado a preguntarle nada, pero tampoco podía sentirse parte de algo que no había cometido. Él simplemente vendía jazmines. Así que al día siguiente decidió volver con su puesto a aquella esquina de la ciudad y continuaría con su trabajo.

El centro de una urbe en crecimiento comienza el día a muy tempranas horas y el vendedor de jazmines no era la excepción del paisaje montevideano. Colocó su mesa, esta vez, parándose, no en ángulo hacia la esquina, sino que se recostaba contra 18 de julio para tener una visión interesada de la entrada al Teatro El Galpón y su marquesina. El vendedor ponía lentamente en exhibición todos sus jazmines, mientras observaba que de un coche que estaba estacionado sobre la acera de enfrente se bajaba un hombre de traje, mientras otro permanecía en el auto y le clavaba la mirada al vendedor de jazmines. El hombre caminó pausadamente sin levantar sospecha alguna hacia la esquina de Minas y 18 de julio donde se encontraba el comerciante de flores.

-Buenos días. –Dijo el hombre de traje oscuro y rayas claras verticales apenas visibles que hablaba mientras sostenía un cigarrillo en su mano izquierda.

-Buenos días. –Respondió el vendedor de jazmines mientras colocaba las últimas flores sobre la mesa.

-Es una hermosa mañana ¿verdad? –Preguntaba el hombre buscando conversación.

-En verdad lo es.

-Sabes, tienes unas preciosas flores aquí y los jazmines son mis favoritas. ¿Cómo es tu nombre? –Preguntó el hombre de traje provocando que el vendedor de jazmines que aunque conocía la calle no podía evitar ponerse muy nervioso, pero intentando mantener la compostura le respondió. –Gerónimo.

-Pareces un buen chico Gerónimo. Mi nombre es Vittorio. ¿Sabes quién soy? –Preguntó sin la más mínima sensación de intranquilidad. Por supuesto que el vendedor de jazmines sabía quién era Renzo Vittorio cuando su nombre estaba en los periódicos y era el número uno en la lista de autores del asesinato del senador de algunos días atrás. De cualquier manera prefirió no llamar la atención y respondió que no.

-Eso está bien. –Hizo una pausa y prosiguió.- ¿Te gusta lo que haces Gerónimo?

-Sí. –Dijo el comerciante intentando decir lo menos posible.

-Me parece muy bien. –Dijo entregando un billete a Gerónimo, quien lo tomó y el hombre de traje lo cambió por dos jazmines.

-Adiós Gerónimo. Hasta la próxima. –Dijo Vittorio, poniéndose el cigarro en la boca y dirigiendo una última mirada que se escondía debajo de la visera de su sombrero del mismo color del traje mientras daba media vuelta y regresaba con los jazmines en la mano al coche que nunca había apagado el motor. El vendedor de jazmines no dijo más nada y lo observó mientras se alejaba en el auto.

El día transcurrió con cierta normalidad a excepción del coche de policía que circulaba por la calle observando a Gerónimo y sus jazmines esperando al hombre que hace algunas horas ya había pasado por allí. Se lo habían perdido, pero Gerónimo no podía abrir la boca aunque si en el periódico de mañana aparecía otro político muerto con un jazmín sobre su cuerpo, estaría más implicado que nunca. Así que cuando vio que los policías no miraban, Gerónimo se dispuso a desarmar el puesto de jazmines y desparecer del lugar.
Dejó todo en su casa ocupándose de que nadie lo viera entrar y esperó hasta la tarde en soledad. Cuando el sol estaba bastante bajo, lo suficiente para esconderse detrás de los incipientes edificios del centro, se puso una boina y un saco de tela y volvió a las cercanías del Teatro. No era tonto, pero tenía curiosidad por ver si algo sucedía esa misma noche en aquel mismo Teatro. La policía continuaba vigilando el lugar mientras Gerónimo se limitaba a sentarse en un banco y aguardar, mirando la ciudad y sus automóviles en movimiento haciendo pasar el tiempo.

Transcurrieron unos minutos hasta que las luces de la ciudad eran lo único que brillaba en el cielo. A esa hora de la noche ya se paseaban los hombres de traje y sus mujeres refinadas por la calle hasta agolparse en la puerta del Teatro. Gerónimo sentía una cierta tensión en el aire viendo a los policías que caminaban lento por la vereda como si ellos también pasearan de traje y con una mujer al lado.

Las personas que estaban debajo de la marquesina del Teatro comenzaron a ingresar al lugar para ver lo que fuere que iban a ver. Gerónimo no estaba al tanto de la cartelera de espectáculos ni le interesaba, aunque creía que una obra italiana se estrenaba en esa sala por los comentarios que alcanzaba a escuchar desde su banco en la plaza a pocos metros del Teatro. Una hora y algunos minutos después, las puertas de la sala volvieron a abrirse y los hombres y mujeres salieron con risas en sus rostros que se alcanzaban a escuchar desde donde estaba sentado el vendedor de jazmines que ahora permanecía expectante pues sabía que las flores que había vendido se marchitarían completamente sobre la madrugada y suponía que antes de eso irían a parar al cuerpo de un hombre muerto.

Lamentó estar en lo cierto cuando el ruido de la metrópoli se alteró con un disparo certero a quema ropa que impactó en un hombre que caminaba alejándose del Teatro. La masa que todavía estaba en la puerta se dispersó rápidamente y los policías que eran más de los que Gerónimo había logrado ver se acercaron al lugar disparando hacia un hombre de traje oscuro y rayas claras verticales apenas visibles y que Gerónimo reconocía. Renzo Vittorio había alcanzado a salir de la multitud con un disparo en el pecho que disimulaba con una mano sobre la herida. El vendedor de jazmines se había levantado del banco y observaba el trágico espectáculo.

Renzo Vittorio caminaba lentamente tratando de hacerse pasar por un hombre más y se dirigía hacia la plaza donde podía perderse entre la multitud que miraba igual que Gerónimo lo que sucedía en la cercanía del Teatro. Nunca se movió, el vendedor de jazmines miró estático cómo Vittorio se acercaba cada vez más hacia él hasta que el mafioso lo reconoció y casi balbuceando le dijo algo que no alcanzó a entender. De pronto cayó de espaldas en el suelo. La sangre corría por debajo de su cuerpo y se extendía sobre el adoquinado de la plaza. Decenas de policías acudieron con velocidad hacia el cuerpo del hombre que agonizaba abatido y comenzaron a gritarle a la gente para que se alejara del lugar. Gerónimo miraba entre las personas que intentaban retirarse de la escena y apenas podía dar algunos pasos hacia el cuerpo del hombre que todavía estaba con vida y con el que había cruzado algunas palabras esa misma mañana. La policía sabría que era él, que era Gerónimo quien le vendía los jazmines a la mafia y por eso debía irse de allí, pero no sin observar por última vez al italiano que moría en el suelo de una plaza de Montevideo. En ese último intento miró por encima del hombro de un señor que lo empujaba para salir y vio que del traje de Vittorio sobresalía un jazmín que ya comenzaba a marchitarse en el canto de sus pétalos.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Tiempo de morir

Golpeaban la puerta con increíble violencia. El espacio debajo del escritorio donde el hombre se había atrincherado no era el refugio ideal pero ya no había tiempo para seguir buscando. El hombre debajo del mueble transpiraba como nunca lo había hecho en su vida y empezaba a asimilar la idea de que el aire que respiraba era quizás lo último que le quedaba. Los golpes se sucedían a gran velocidad y el ruido que producían iba in crescendo y con cada uno sentía que su vida se extinguía de su cuerpo. La biblioteca que separaba al hombre de lo que había detrás de esa puerta no aguantaría mucho más y ya no habría tiempo para cuidar lo que guardaba con su vida.

El hombre debajo del escritorio había dedicado toda su energía, incluyendo esos instantes de agonía, al estudio e investigación de los viajes en el tiempo. Era un hombre brillante. Algunas horas antes lo habían despedido del lugar donde trabajaba y le habían incitado, casi violentamente, a que entregara todos los papeles que tuvieran evidencia de sus estudios pues ahora ya no eran su propiedad. El hombre dejaba de existir, ya no era nadie sin esos papeles. Por supuesto que todo estaba en su cabeza, pero las miles y miles de ecuaciones que hacían posibles los avances estaban en papeles que no podían caer en las manos equivocadas.

Pocos días antes, el hombre había conseguido viajar, exitosamente, 50 años en el tiempo hacia el pasado como proceso final de un experimento, y en ese lugar paralelo se deshizo de los registros de la travesía. Había vuelto a ver a sus padres sentados en el porche de la misma casa donde él mismo había crecido y se aguantaba hasta sentir la presión del llanto para no acercarse a ellos. Cualquier viaje en el tiempo tenía, según sus cálculos y estimaciones, factores éticamente inmodificables. Es decir que lo que sucedió se debe mantener así. Por lo tanto nada puede ser alterado pues la más mínima modificación podría resultar catastrófica.

El hombre debajo del escritorio guardaba con los últimos segundos de su vida la llave que permitiría a hombres perdidos y alterados por el desinterés colectivo a modificar lo que quisieran. Era un arma de destrucción nunca antes vista por el hombre, no habría ejército capaz de enfrentarse a esa fuerza de cambio. Dominarían el mundo eternamente. Todo lo vivido, todos los acontecimientos, todas las verdades y las mentiras, las muertes, las palabras dichas, las guerras, los desastres naturales, eran el curso que los hombres habían construido y provocado en la historia. Imaginen que las guerras mundiales fueran alteradas y los victoriosos fueran de repente los derrotados y viceversa. Que los discursos que cambiaron al mundo nunca hubiesen existido. Que la música de los profetas comunes y corrientes no se pudiera escuchar porque nunca se habrían cantado ni tocado y sus muertes habrían sido en vano.

El hombre debajo del escritorio guardaba con su vida la historia del mundo y el hombre. Los cambios hacia el futuro debían hacerse con el pasado a la vista. No se podía modificar el pasado para generar un futuro diferente. Se debía recapacitar de los errores cometidos para encontrar nuevos caminos hacia adelante. Nadie lo entendía o quizás sí, pero debajo de ese escritorio el hombre no podía permitirse dejar un registro de nada. Nadie podía saber nada. No podía entregarle a otra persona, aunque fuera de extrema confianza, el mismo porvenir que le esperaba a él. No podía hacerle eso a nadie más.

Con imprecisión comenzó a destruir todos los documentos. Quemó una parte mientras la puerta se venía abajo y la biblioteca que la aguantaba estaba prácticamente destruida y algunas piernas ya cruzaban la barrera hacia el escritorio. Se comió algunas hojas esperando que su sistema digestivo hiciera su parte. Sentía cómo su cuerpo casi explotaba por el miedo y la tristeza mientras lloraba con fuerza infantil. Los intentos de los hombres de afuera por entrar se hicieron más violentos cuando vieron el humo que salía de la habitación. Comenzaron a disparar intentando matar al hombre debajo del escritorio, intentando detener sus intentos por seguir destruyendo los documentos. Las balas pasaban muy cerca y una impactó en su oído izquierdo. Ya no tenía mucho tiempo y todavía quedaba mucho por deshacer. Arrojó el resto de las hojas al pequeño fuego que había iniciado, esperando que fuera suficiente, intentando no pensar en la herida que se desangraba sobre su camisa blanca. Sentía mucho miedo y el temblor de su cuerpo hacía mover todo el escritorio. Los gritos se escuchaban como si estuvieran encima de él. Sintió un dolor fuerte en la espalda, que se sumó al dolor punzante del oído, y el aire comenzó a esfumarse. Movió el brazo y se tocó atrás. Tenía la espalda húmeda y cuando volvió el brazo, la mano estaba toda manchada de sangre. Atinó a observar las suaves llamas de aquella pequeña hoguera queriéndose asegurar de que cuando consiguieran entrar ya no hubiese nada.

Apenas un momento después no podía respirar y se alivió que no lo fueran a encontrar vivo. Dejó de escuchar mientras veía cómo los disparos de las armas pegaban en el escritorio y en la pared cerca de él. La ceniza de sus documentos flotaba en el aire y el fuego se extendía por la oficina. Cerró los ojos y nunca más los abrió.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Musa se busca

Se fue y no dijo nada. Apenas si miró para atrás abriendo la puerta con tranquilidad pero sin importarle si me despertaba o no. Abrí los ojos muy despacio, no mucho, pero lo suficiente para saber que se iba hasta que con la fuerza de mil hombres se me volvieron a cerrar. Su pelo largo y castaño fue lo último que vi y su boca besándome casi en el alba lo último que pude sentir.

Hasta ahí es lo que puedo decir que ciertamente sucedió. De lo que no me puedo hacer cargo es de la realidad. No sé cuál es, porque no sé si realmente pasó. Quisiera que hubiese pasado, por supuesto que sí. ¡Pero también soy consciente de haber sentido mis labios contra los de ella y de ver su cara tan nítida, debajo en la claridad de las sábanas, tan real, tan ahí! Y yo ahora tan lejos.

Miré alrededor y me puse en guerra contra todo. Traté de cerrar los ojos y volver al sueño, dando vueltas, retorciéndome, casi con dolor, pero no pude. Intenté, de verdad que sí, pero no pude.
Me senté en la cama. Respiré. Y me levanté.

lunes, 5 de octubre de 2009

El medio del mar

Se acostó en su cama cuando era cerca de la una de la mañana. Cerró la ventana que había permanecido abierta durante el día cuando el aire era más templado y tomó un cuaderno y una lapicera que estaban en el escritorio a centímetros de la almohada. Observó el horizonte de la cama con la nostalgia de las primeras lunas en ese lugar; cuando no había armario ni cajas ni estantes ni una decente biblioteca que con el tiempo había sabido armar. Cuando la soledad de la noche no era soledad sino curiosidad, cuando estaba todo por hacer y los sonidos eran nuevos y todo era nuevo. Ahora quedaba la rutina, la alarma del despertador de su teléfono celular, las manchas de humedad en la pared y el levantarse en la mañana para empezar una nueva semana de ociosa agonía. Pasado el mediodía debería enfrentarse una vez más a la búsqueda de un empleo que pusiera sobre sus hombros una nueva rutina, una diferente a ésta que lo malhería cuando ya no quedaba agua en el termo. Más tarde, cuando cayera el sol del lunes iría a una reunión y cumpliría con sus deberes sociales sólo para que ese día fuera diferente al siguiente.

Abrió el cuaderno que rompió el silencio de la noche con sus tapas nuevas y hojas casi sin uso. Descargó en garabatos y anotaciones sus últimas frustraciones y pensó en dormir para sentirse bien. Para no sentir. Había llorado mucho los últimos dos días y había comenzado a necesitar la cama como un náufrago necesitaba una rama que lo ayudara a flotar en el medio del mar. Debajo de la sábana iba a la deriva hasta el nuevo día donde su naufragio llegaba a su fin y donde a la noche siguiente volvería a naufragar y se descansaría en la tranquilidad de la lejanía. En el mar no se puede hacer nada más que esperar. Esperar a ser rescatado o entregarse a las improbabilidades e incógnitas del destino. Él ya no pensaba desde hacía algún tiempo en su destino. Lo había dejado en el fondo de un cajón, perdido entre sus anotaciones y garabatos, escondido en contratapas, sumergido entre lo descartado, olvidado para evitar la tormenta. Navegaba sin rumbo esperando encontrar una orilla o mejor aún, esperando a que una orilla lo encontrara a él.

En el primer renglón de una hoja en blanco escribió un título, algo que había sido producto de una revelación, de una sinceridad que no buscaba pero que apareció un sábado por la tarde y que ahora recordaba y lo recuperaba del fondo del mar. Era una simple anotación para un después pero sabía que había entendido con ella buena parte de una antigua necesidad, de su expresión e identidad. Había puesto un resplandor en el horizonte nocturno de aquella cama y una sonrisa de esperanza en el náufrago que lo observaba con lágrimas en los ojos. Se recostó contra la almohada y tomó una bocanada de aire para descansar, para que su corazón dejara de latir con tanta ansiedad y para que aquellas lágrimas fueran las últimas de la noche, ahora que el mar estaba en paz.

Volvió a pensar en dormir. Pero esta vez pensó en no naufragar y sí en la alarma del despertador en su teléfono celular. Se levantaría todavía con el sol bajo y el aire fresco de la mañana y buscaría las mejores palabras, las más sinceras, para relatar cómo fue que dejó el medio del mar.

lunes, 27 de julio de 2009

Que lindo día feo

En un mueble de cocina que cuelga desde la pared yace la felicidad de Juan. A veces se para justo debajo del gigante de madera que rompe con todas sus leyes de la gravedad y a veces, sólo a veces, siente que se le va a caer encima, o que si lo roza con sus dedos de niño, el mueble podría caer con todo lo que tiene adentro incluyendo su felicidad, así que tocar el mueble no es una opción y el esfuerzo que hay que realizar para alcanzar ese elemento tan preciado es casi imposible y es algo que se puede hacer una vez cada tanto.
La pared que soporta al mueble sufre de un problema de humedad desde hace muchos años y las vacas nunca engordaron lo suficiente como para traer a una persona especialmente calificada para solucionarlo, por eso Eduardo, el papá de Juan, siempre se las ingenia para tapar los problemas de la pared. Por lo general, el trabajo de arreglarla le lleva mucho tiempo, y siempre queda sucio del polvo blanco de la pintura, pero cuando termina y sabe que la pared está casi como nueva (casi) siempre se sonríe mirando a Juan con el rostro cómplice, de que lo que hizo está perfectamente bien.
Por lo general, algunos días después de que Eduardo consigue restaurar la pared, se realiza una suerte de celebración. Depende mucho del día en que se decida hacer, pero a veces, ese festejo entre comillas se conmemora con una merienda.

Corría el mes de agosto, era sábado, hacía mucho frío y llovía. La pared de la cocina había sido enmendada hace poco tiempo. Todavía no se había hecho la merienda correspondiente y sabiendo que la lluvia que caía iba a detonar un nuevo arreglo en breve tiempo, se decidió por unanimidad festejar ese día, con lluvia y todo. Esa fue la primera vez, en mucho tiempo, que Juan había podido acceder al mueble de la cocina y a su felicidad. Eduardo y Alicia, la mamá de Juan, habían pasado buena parte de la tarde preparando bizcochos caseros y además había leche y cocoa. Juan se había sentado en la cocina a mirar a su madre mientras terminaba de preparar la merienda. Debajo del mueble aéreo había una mesa plegable que nunca se había desplegado y ahí se había sentado a observar cómo de a poco se elaboraba el festín que comerían más tarde.
Conversaban de todo un poco pero Juan escuchaba más que nada. No mucho rato después se aprontaban todos para sentarse a la mesa y comenzar con los festejos. Sobre el mantel verde estaban todos los elementos participantes del festejo. Paneras llenas de bizcochos caseros, algunos estaban tostaditos, otros doraditos y algunos habían quedado medio blanquitos, pero a diferencia del común de las personas, así era como más le gustaban a Juan. Había mermeladas, manteca, leche, cocoa, tostadas, todo el arsenal estaba sobre la mesa de esa tarde lluviosa de agosto. Pero además, sobre aquella mesa estaba lo que Juan había estado esperando con tanta calma.
Cada vez que aquella pared del mueble colgante se humedecía Juan sabía que no pasaría mucho tiempo en llegar aquella merienda, aquel reparo del alma, y que conseguiría, una vez más, lo que había dentro de aquel mueble. Lo único que tenía que tener era un poco de paciencia. Juan había aprendido a ser paciente con el correr de los años y hasta había aprendido a sentir las tormentas. Juan podía salir a la calle y sentir el viento, oler el aire, mirar las nubes y la luna, y saber que en algunos días iba a llover.
A veces lo sabía por el color de las plantas. Juan sentía que cuando la lluvia se acercaba las hojas se veían más verdes, más vivas. Las plantas que colgaban en el balcón de su casa se habían puesto de un color que sólo en esas ocasiones se podía ver, y ahí sabía que en poco tiempo aparecería una nube que traería la lluvia. Incluso en las noches más estrelladas podía sentir lo que vendría. Las luces de las calles se veían con un resplandor diferente y el alo que podía lucir la luna era la mejor señal.
Juan nunca compartió con nadie esa suerte de clarividencia, tan sólo era su forma de saber que tarde o temprano volvería a encontrarse con aquel mueble. Y esa tarde de agosto comenzaron a caer algunas gotas sobre el mediodía, apenas un ratito antes del almorzar, y él lo veía venir. Había visto una nube el día anterior, una nube rara, una de esas nubes que seguro traía agua. Y la esperó. El cielo gris fue lo primero que vio ese día. Entonces bajó de la cama, se puso un pantalón y un buzo abrigado y corrió hacia el sillón para esperar la lluvia. La primera gota no debía demorar en llegar.
Eduardo había pensado varias veces en arreglar la pared ese día pero no lo hizo. De la tierra de las macetas emanó ese olor que Juan aprendió a valorar y a esperar. Su paciencia finalmente había logrado llegar hasta ese día en que la llovizna comenzó a caer. Estaba contento, se sentó en el sillón que daba hacia la ventana a la calle y miró llover durante un largo rato. Quedó inmóvil, tenía una completa serenidad y una sonrisa en la cara que hacía reír a su madre cuando lo miraba sentadito allí. A Juan sólo le quedaba esperar a que los minutos pasaran para volver a ver aquel frasco de dulce de leche que tantas veces miró desde tan lejos sin poder tocarlo.

jueves, 23 de julio de 2009

Lo más blanco

Los dos miraban por la ventana desde temprano. En el informativo habían dicho que existía la posibilidad de que nevara y por eso Nacho y Juan estaban hace un buen rato esperando la novedad. La madre de Nacho les había contado que una vez hace muchos años había nevado en el interior del país. Debe haber sido por Paysandú o por allá porque por acá nunca se había visto nada igual. Sus memorias de invierno no eran muy extensas y se preguntaban a sí mismos si años anteriores había siquiera existido la misma interrogante. ¿Nevaría en Montevideo? Quizás esta vez sería la primera vez y ellos estarían ahí para verlo y salir a hacer bolas de nieve y muñecos (si es que alcanzaba la nieve, claro está).
Después de unos minutos de expectativa ambos terminaron por convencerse de que quizás lo mejor fuera no mirar hacia afuera pues su ansiedad podría provocar que no nevara y eso sería una catástrofe de enormes dimensiones para los dos, por lo que se dedicaron los dos a distraerse con otra cosa hasta que llegara la nieve.
Jugaron por un rato hasta que se aburrieron. Y empezaron con otro juego hasta que se volvieron a aburrir. Pronto se encontraron sin medios de recreación y volvieron a su ansiedad anterior hasta quedar nuevamente colgados sobre el sillón mirando por la ventana. No podían esperar un minuto más pero sabían que si bien podía pasar que nevara, las chances podían no ser buenas.
Luego de unos minutos, la madre de Nacho los llamó a merendar pero los dos se negaron, no por acuerdo mutuo pero sí por coincidencia de emociones. Finalmente la autoridad de la madre fue mucho mayor que la suya en su negación y suavemente se bajaron del sillón para caminar hacia la cocina a merendar. Allí en la cocina había una ventana a la que miraban a cada instante, a veces de reojo, a veces le enviaban apenas una mirada. Hablaron durante un rato de la escuela y de sus compañeras y de la vida. Era casi una conversación de gente grande. En realidad era una conversación que estaba a la altura de los posibles acontecimientos. Podía nevar o no, pero sus vidas habían sido modificadas por una posibilidad de que algo sucediera o no. Esa mínima chance los había cambiado, los había hecho crecer un poco más y lo podían sentir.
De pronto se encendió la televisión y los dos se levantaron corriendo de la mesa para sentarse a mirar las noticias. Tal vez hablaran de la nieve, tal vez ya había nevado en otros lugares de la ciudad y estaría por llegar hasta ellos. De pronto y a través de las cortinas entró un rayo de sol que golpeó la biblioteca detrás del televisor. Juan miró hacia afuera volviendo la cabeza y se dio por vencido, un rayo de sol no era lo mejor que podía pasar aunque intentó mantener la esperanza. Nacho hizo lo mismo después de Juan y miró hacia la ventana esperando que el rayo de sol amainara su intensidad y se escondiera detrás de una de las nubes grises que traía la nieve.
El rayo de sol se hizo un poco más fuerte y ahora Juan y Nacho se levantaron del suelo para mirar por la ventana. La gente caminaba por la calle y ya no esperaban la nieve, ya no esperaban nada, el día seguía su costumbre como si nada, y Juan y Nacho ya no miraban por la ventana. Algunos minutos después, el rayo de sol que ahora terminaba en el suelo de madera empezó a desvanecerse sin que alguien se diera cuenta, y poco después empezó a lloviznar, sólo que no era una garúa normal, era casi nieve. Las personas en la calle veían la lluvia con normalidad hasta que dejó de mojar y dejó de ser lluvia. Estaba nevando en Montevideo.
El televisor en la casa de Nacho estaba encendido y la señorita del informativo estaba dando la noticia de que en la ciudad estaba cayendo nieve. Los dos dejaron lo que estaban haciendo para correr hacia la ventana. No dijeron nada, no podían hablar, una sensación enorme los embargaba a los dos. Miraron apenas unos minutos antes de abrigarse y salir a la calle.
Los dos pudieron sentir la nieve caer sobre sus caras. Se sintieron diferentes por el tiempo que duró la nevada, más felices, más completos, quizás algún día lo pudieran explicar.
Un rato más tarde cesó la nevada y el cielo se abrió de a poco. Volvieron a entrar y afuera quedaron la espera, la posibilidad y la nieve.


Para Nacho.

martes, 14 de julio de 2009

Tan sólo parte de mí

No es genial... que cuando producimos para nosotros y no para el sistema. Cuando lo hacemos desde el fondo del alma, terminamos produciendo en forma de libertad, en forma de arte.

"Emancipate yourselves from mental slavery
none but ourselves can free our minds".

Bob Marley

lunes, 1 de junio de 2009

El forward menos al pedo que recibí en mi vida

A los nacidos entre 1975 y 1989.


El objeto de esta misiva es la de reivindicar a una generación, la de todos aquellos que nacimos en la segunda parte de los 70 o en los 80, la de los que estamos siendo actores de algo que nuestros progenitores ni podían soñar, la que vemos que la casa que compraron nuestros padres ahora vale 20 o 30 veces más, la de los que tomarán las decisiones importantes en un futuro no muy lejano.

Somos la última generación que hemos aprendido a jugar en la calle y en los recreos del colegio a las bolitas, a la mancha, a la escondida y al elástico, a la vez, somos la primera que ha jugado a videojuegos, hemos ido a parques de atracciones o visto dibujos animados en color.
Hemos vestido jeans de campana, de pata de elefante y con la costura torcida; nuestro primer polerón era azul marino con franjas blancas en la manga y nuestras primeras zapatillas de marca las tuvimos pasados los 10 años.
Fuimos los últimos en grabar canciones de la radio en cassettes y los pioneros del walkman y del chat.

Se nos ha etiquetado de generación X y tuvimos que tragarnos, Salvado por la Campana y Beverly Hills 90210 (te gustaron en su momento). Lloramos con Carrusel, y nos moríamos si no llegábamos a ver Montaña Rusa y/ó Amigovios
Somos los primeros en incorporarnos a trabajar a través de una ETT y expertos en enviar el currículum por Internet.
Siempre nos recuerdan acontecimientos de antes que naciéramos, como si no hubiéramos vivido nada histórico. Nosotros hemos aprendido lo qué es el terrorismo, vimos caer el muro de Berlín y nos enteramos de golpe un 11 de septiembre de la caída de dos torres.

Aprendimos a programar el video antes que nadie, jugamos con el Spectrum, el Tetris, el Mario Bros, vimos los anuncios de los primeros celulares y creímos que Internet sería un mundo libre.
Somos la Generación de Xuxa, Robotech, Gi-Joe, Los Halcones Galácticos, los Thunder Cats, los Transformers, Jem, He-Man y las Tortugas Ninja, Del Correcaminos, 'Oliver y Benjí', Rainbow Bright y Frutillita, de Los Pitufos, La Pantera Rosa, Los Picapiedras, el pájaro loco, los ositos cariñositos, los osos gummies.

Los que crecieron escuchando a Soda, Madonna, Michael Jackson y Guns ‘N Roses y que luego presenciaron el apogeo y desplome del grunge junto con la muerte por sobredosis de su mayor exponente. También estaban las Azúcar Moreno, Los Locomía y sus abanicos. Nos emocionamos con Superman, ET,
Mi amigo Mac, la Historia sin Fin o En busca del Arca Perdida.
Comíamos jugo en polvo y la leche con Nesquik era lo mejor. Somos la última generación que vio a su padre llenar a más no poder la parrilla del auto con maletas para ir de vacaciones.
La última generación de las botellas de a litro, Y qué tanto, la última generación cuerda que ha habido.

Este correo está dedicado a las personas que nacieron entre 1975 y 1989.La verdad es que no sé cómo hemos podido sobrevivir a nuestra infancia!!!! Mirando atrás es difícil creer que estemos vivos: viajábamos en autos sin cinturones de seguridad traseros, sin sillitas especiales y sin air-bag, hacíamos viajes de 10-12h y no sufríamos el síndrome de la clase turista. No tuvimos puertas con protecciones, armarios o frascos de medicinas con tapa a prueba de niños. Andábamos en bicicleta sin casco, ni protectores para rodillas y codos. Los columpios eran de metal y con esquinas en punta. Salíamos de casa por la mañana, jugábamos todo el día, y solo volvíamos cuando se encendían las luces.

No había celulares. Íbamos a clase cargados de libros y cuadernos, todo metido en una mochila o bolsón que rara vez tenía refuerzo para los hombros y, mucho menos, ruedas!!! Comíamos dulces (caramelos Sugus y palitos de la selva) y tomábamos bebidas, pero no éramos obesos. Si acaso alguno era gordo y punto. Compartimos botellas de bebidas y nadie se contagio de nada, excepto de los piojos del cole, cosa que se solucionaba lavándose la cabeza con vinagre caliente.

No tuvimos Playstation, (existían el Family Game y luego el Sega)
No habían 99 canales de televisión, pantallas planas, sonido surround, mp3s, ipods, computadores e Internet, pero nos lo pasábamos de lo lindo tirándonos bombitas de agua o manguereándonos. Bebíamos agua directamente del grifo de las fuentes de los parques, agua sin embotellar, donde sorbían los perros!!! Y nunca escuchamos sobre el calentamiento global.

Flirteábamos jugando a la botella o al verdad consecuencia, no en un chat, ni pretendíamos llamar la atención mediante un fotolog ni auto denominándonos pokemones, pelo lais, otakus, emos, etc.
Éramos responsables de nuestras acciones y acarreábamos con las consecuencias, no había nadie para resolver eso. Tuvimos libertad, fracaso, éxito y responsabilidad, y aprendimos a crecer con todo ello.

lunes, 18 de mayo de 2009

Montevideano

Las calles de Montevideo son tuyas
Las sombras de los árboles que en 18 ya no están
Los cafetines y la borra en sus tazas.

Los olores, las oficinas, los horarios y las 3 y 10
Las cuadras que caminan los dos
Mucho más que dos.

El sur y nuestras complejidades
Los lugares comunes y las luces leves
Palabras que pudimos decir y nos prestaste
Para aprender a conquistar.

Las mujeres, los amores
Los amantes de los cuales nos reímos
El fuego entre nosotros.

Baldosas que miramos cabizbajos
Transeúntes que pasan por afuera de los bares
Los ómnibus que todos esperamos
Hojas colmadas de letras sobre el escritorio.

Caminarás por la ciudad
Aun cuando anochezca
Y verás en la mañana
Que las calles de Montevideo
Todavía son tuyas.

Por Juan Raúl Montoro.

Pequeño homenaje a Mario Benedetti.
1920 - 2009

miércoles, 22 de abril de 2009

encontrándome conmigo mismo en Internet

martes, 31 de marzo de 2009

Catársis prestada

Estoy cansado, yo se que son días, que mañana se me pasa. Sí, también se que esto me pasa una vez a la semana, que es una profesión frustrante, pero igual quería desahogarme. A veces me pregunto por qué seguir peleando, si nuestro trabajo podría ser tan fácil, si dejar contento al cliente en realidad no es nada complicado, si nos puede ir muy bien tan sólo "haciendo los deberes". ¿Qué problema tenemos? ¿Buscamos fama? Nunca la vamos a obtener realmente. ¿Buscamos dinero? Son muy pocos quienes en la industria lo logran. ¿Buscamos expresarnos? Lugar incorrecto. ¿Buscamos satisfacción personal? la podemos conseguir fuera del trabajo. ¿Luchamos por un mundo mejor? No seamos hipócritas, nuestro trabajo es hacer que alguien haga dinero. Entonces ¿Por qué seguir peleando? Porque nos gusta pelear aunque ganemos pocas peleas, porque es lo que nos toca, porque lo queremos hacer bien, porque a veces nos divierte lo que hacemos. Pero hoy no. Estoy cansado, yo se que son días, que mañana...

Por Santiago Dobrich.
Lunes 26 de mayo de 2008. Guatemala.

P.D.: Quiero que sepas que este párrafo me moviliza.

lunes, 26 de enero de 2009

Crayolas

Para Laura.
Basado en una anécdota suya.


***

La crayola de color verde paseó por la hoja blanca hasta dejar en ella la rúbrica de una mano curiosa. Siguió hasta que su dibujo había sido terminado, hasta que ya no quedaba, para ella, nada por hacer.

***

Laura tiene 6 años. Le encanta dibujar, pero no sabe. En realidad no es que no sepa, sino que hace uso de las condiciones naturales que le permiten sus hasta ahora relativos pocos años, y que en el caso de casi todo el mundo, son más o menos las mismas.
Su habitación es grande y todavía mantiene el empapelado de cuando era más chica, entra una luz cálida como de lámpara de escritorio, pero es el sol y alumbra todos los rincones de la habitación que siempre está llena de papeles con trazos de crayolas, draipenes, lápices y cualquier otro elemento multicolor que le permita enchastrar la hoja inmaculada. Algunas de ellas terminan colgadas en la pared, otras, metidas entre libros, cuadernos y el piso, pero Laura nunca tira nada, todo lo que dibuja le lleva tiempo y trabajo, y por eso todo lo que dibuja lo guarda. Cuando la puerta de la habitación se cierra y Laura puede sumergirse por completo en sus dibujos, el lugar se convierte en un verdadero universo. Todos los rincones cobran otras acepciones más acordes a su inquieta mente y allí todo puede suceder. El mundo deja de ser mundo para ser otra cosa, una invención o lo que fuere.
Camino a la escuela a la que va caminando, Laura explora su imaginación (el lugar en el que pasa la mayor parte de su tiempo y que además le parece más entretenido que el mundo real). Camina por Durazno hacia arriba (como yendo hacia Bulevar España). Por la calle Durazno los autos emanan nubecillas blancas de sus caños de escape y cambian de color en su marcha. Los árboles caminan de un lado a otro para no aburrirse en un solo lugar y los pajaritos cambian de código postal según se muevan sus nidos. Las señoras barren las veredas con escobas ultra futuristas y algunos inspectores cuidan el tránsito en todas las esquinas sonriendo al verte cruzar. Los edificios se balancean al compás del viento y en la calle se puede saltar como si fuese un trampolín. Sin dudas, la imaginación es un bonito lugar para pasar el tiempo, lo demás, lo que vemos todos los días… lo vemos todos los días.
Cuando Laura tenía tiempo para ella misma, plasmaba todo eso que había imaginado en un papel. Sus manos iban y venían, rayando papeles, riéndose. No siempre mostraba todo, a veces dejaba alguno de sus dibujos sin mostrar porque le parecían demasiado valiosos como para largarlos al mundo en donde los que deciden qué es arte y qué no, no saben nada de nada salvo repetir lo que dice la persona de al lado y luego esa persona hace lo mismo y así sucesivamente, hasta que la cadena sólo sirve para alimentarles el ego.
Su madre, Anabel, siempre se asombraba de sus dibujos; supongo que por esa misma condición maternal Laura siempre esquivó los puntos de vista positivos de los demás. No porque no fueran sinceros o no creyera en sí misma y en lo que era capaz de hacer, sino porque las personas que solemos tener más cerca, siempre son un buen lugar para recibir halagos.

Madre de vieja estampa, firme pero sensible, sencilla y trabajadora, pasea con su delantal blanco por la pequeña cocina que quizá deseara que fuera más grande para poder preparar algunas comidas sin pasar zozobras pero no se quejaba nunca, lo que tenía estaba bien. La mayoría de las veces Laura se sentaba a mirar a su madre mientras cocinaba, le resultaba relajante verla en acción, maniobrando con cuchillos, verduras, paseándose por la cocina hasta la heladera y de vuelta a la mesada para proceder a cortar una zanahoria o una lechuga o un tomate. Cuando terminaba de cocinar se sentaba un rato en una mecedora que no era de su carácter pero se sentía cómoda. Se tiraba a leer mientras Laura dibujaba o hacía otra cosa que inventaba en el momento.
Cuando Laura no dibuja, escucha una vieja radio que había encontrado en un armario y que por alguna razón seguía funcionando. Diferente de la televisión, la radio es un medio que permite jugar con la imaginación y eso a ella le gusta mucho. Había aprendido a imaginar todo lo que sucedía detrás de los parlantes. Los conductores podían tener diferentes rostros según las voces que llegaban a sus oídos. Gordos, flacos, con barba, sin barba, de bigote tupido, pelados, cejudos, con espacios entre los dientes, fumadores desquiciados, orejones, narigones y las incatalogables: esas voces imposibles de unir a un rostro, determinadas por su complejidad u originalidad.

Una tarde, entre el sonido de la radio y el de su propia mente escuchó sonar el teléfono. La voz de su madre la hizo salir de su lugar en un almohadón y se acercó hasta agarrar con sus manos el marco de la puerta que da a la cocina y poder mirar lo que sucedía como una espía pero sin intentar esconderse. Del otro lado del teléfono hablaron de ella, lo supo cuando su madre le dirigió la mirada mientras jugaba con los rulos del cable y respondía algo acerca de poder ir a algún lugar o algo así. La escuchó saludar y el tubo del teléfono se posó nuevamente sobre el resto del aparato dando por terminada la llamada. Su madre se agachó ante ella y la miró atentamente. –Lau, ¿vos dibujaste un Pitufo y lo mandaste a la radio?- preguntó con tranquilidad. Laura asintió solamente con la cabeza. –Llamaron de la radio y me contaron que les gustaría que vayas hoy al programa, a hablar de tu dibujo, y van a hacer un concurso para elegir el mejor dibujo de todos y ganarse un premio.- Dijo deteniendo sus palabras dejando sólo el silencio en el aire, y luego volvió a hablarle. -¿Vos querés ir?- Preguntó sabiendo que para Laura esas cosas no significaban absolutamente nada y que no le importaba lo que tuvieran que decir de su dibujo y mucho menos competir por algo. Entonces Laura volvió a decir que sí con la cabeza. –Entonces vamos. Aprontate dale que salimos en un ratito.- Ella quería ir. Era verdad, no le importaban las opiniones, pero quería ir, quería conocer la radio y saber si el conductor era gordo o flaco, o si tenía barba o bigote, o una nariz ganchuda, o si era total y completamente normal.
Laura se fue corriendo contenta a su cuarto y comenzó a meter en una mochila algunas cosas imprescindibles como si el viaje fuera a durar una eternidad. Tiró del cierre de la mochila, salió de su cuarto, cerró la puerta y fue hacia la cocina donde la estaba esperando su madre. -¿Estas lista?- Dijo mientras inspeccionaba el equipaje que iba colgado en los hombros de Laura. -¿Qué es todo eso que llevás ahí? Volvemos en un rato nomás-. –Nada, cosas, si volvemos en un rato no importa ¿No?- Anabel, casi sorprendida, levantó un poco las cejas sin evidenciar haber perdido la liliputiense discusión y la dejó llevar todo lo que fuera que tuviera en la mochila. -Está bien, pero vayamos saliendo que no queremos llegar tarde, vas a salir al aire y muchas personas te van a escuchar, ya le dije a la abuela que estuviera atenta para escucharte si no se lo va a perder.-
Momentos después estaban las dos adentro del auto. Laura sentada en el asiento de atrás y Anabel al volante, iban manejando camino a la radio por la calle Colonia hacia la Ciudad Vieja. La pequeña miró por la ventana durante todo el viaje mirando pasar muy rápido toda la ciudad, imaginando que pasaba más lento, más rápido, o que la gente en los otros autos la saludaba y le sonreían. El paseo duró menos de una hora. Habían llegado a la radio y sus misterios se develarían en breves instantes. No estaba segura de querer develarlos o si prefería mantenerlos en el no se dónde, seguir imaginando a los conductores y las cosas que para ella sucedían detrás de los parlantes.
Poner un pie afuera del auto le trajo algunas dudas. Laura quería ir hasta la radio a conocer y ver qué tanto podía suceder, pero ponía en cuestionamiento todas las otras cosas que no sabía si deseaba saber o si era mejor que permanecieran siendo simples. Mirando sus pies apoyados en el suelo levantó la mirada y enfiló hacia delante. Algunos metros después estaban adentro del edificio.

Laura tenía su mano agarrada a la de su madre y caminaban por un pasillo gris dentro del edificio con varias puertas en ambas paredes. El pasillo parecía uno de esos archivadores de oficina que parecen tener poco lugar pero guardan muchísimas cosas. Las puertas tenían cartelitos con los nombres y cargos de las personas que trabajaban allí. Anabel detuvo a una persona en el camino y le preguntó por el lugar al que tenían que ir y el hombre las dirigió hacia el segundo piso. Mucha gente pasaba corriendo, apurada, con papeles en la mano y con disgusto, transpirando, con un botón de la camisa sin abrochar y medio despeinados. Otras pasaban más tranquilas y sin papeles. Ellas subieron por las escaleras al fondo del pasillo hasta llegar al piso superior. Laura todavía no estaba nerviosa pero sentía la mano húmeda de su madre que por momentos apretaba más de lo normal, ella sí estaba nerviosa, los grandes siempre se ponen más nerviosos que los chicos o en realidad se ponen nerviosos por los chicos. Caminaron por otro pasillo con más gente que el anterior hasta llegar a una ventana que daba al interior de uno de los estudios. No se podía escuchar la voz del señor gordo y bigotudo que estaba sentado a la mesa delante de un micrófono. Las paredes del estudio tenían pinchos de polifón que eran para contener el sonido, le explicó su madre que alguna vez le habían contado, aunque muy bien no lo recordaba, que esa era la función que cumplían.
Venían caminando a paso ligero cuando un señor las detuvo y les preguntó si venían por el concurso y les enseñó por dónde debían ingresar al estudio para esperar a ser llamadas para salir. Las dos se sentaron en unos asientos grises como de consultorio dental a esperar ese momento. Laura había dejado su mochila entre sus piernas para no perderla de vista, un gesto que había heredado de su madre, que había hecho lo propia con la cartera.
Frente a ellas había un reloj de pared blanco con los números bien grandes que no dejaba lugar a confusiones. El tiempo pasaba lento mientras las dos observaban el resto de la habitación que dejaba ver el pasillo. La radio les pareció mucho más linda en el aparato de madera con botones, perillas y parlantes que en el edificio. Todo ese lugar era lo que estaba detrás de los parlantes. Ya no era el gordo bigotudo, era todo lo demás.
Apenas unos minutos después, el nombre de Laura se escuchó en los altoparlantes que colgaban de las paredes y el techo. La llamaban al estudio. Laura miró hacia arriba por encima de ella misma para observar a su madre, que con una sonrisa leve conseguía tranquilizar cualquier destello de temor. Entonces tomó la mochila de entre sus pies y se la puso al hombro para encaminarse hacia el estudio.
Laura nunca soltó la mano de su madre hasta que la hizo sentarse al lado del conductor de radio gordo y bigotudo para luego salir de ese lugar para esperarla detrás de un vidrio a prueba de sonido. El señor fumaba. Tenía a pocos centímetros un cenicero, posicionado de tal manera que la ceniza siempre caía adentro sin mover el brazo más que hacia arriba y hacia abajo. Su camisa beige desabotonada estaba manchada de sudor aunque el aire acondicionado estuviera encendido y allí hiciera un poco de frío para el gusto de Laura, que observaba detenidamente a un señor, parado al lado de su madre detrás del vidrio, que sostenía un cartel con su nombre. El hombre de la radio entonces miró a Laura y le preguntó sin vacilar y sin dar tregua. -¿Laura, tu dibujaste esto tan lindo?- dijo con cierta ironía que Laura no tardó en identificar y entonces ella sólo asintió con la cabeza. Algo así como un mecanismo de defensa que la pequeña utilizaba a veces cuando insultaban su inteligencia. -¿Si?, bueno, sabés que vamos a elegir el mejor dibujo… y el autor del dibujo que gane se va a llevar un micro componente Sony para escuchar toda la música que quiera.- Dijo pausadamente el conductor, hablando como si Laura no entendiera una sola palabra cuando la gente habla rápido. Laura volvió a asentir mientras en su cabeza decodificaba la palabra micro componente. –Tu dibujo es muy particular ¿Tu conocés a Los Pitufos?- Preguntó el hombre. –Sí.- Contestó Laura con firmeza. -¿Sabías que Los Pitufos son azules… y no verdes?- Laura solamente miraba al hombre. No le importaba de qué color eran Los Pitufos y menos le importaba que realmente le estuviera preguntando eso. Ella los había pintado como los sentía, como a ella le gustaban, y a ella le gustaban verdes. –Bueno, igual te cuento que tu dibujo saliooó ¡tercero! ¡Si, el tercer puesto es para Laura con sus Pitufos verdes!-. El tipo había cambiado completamente, ahora gritaba como un maniático al micrófono. La ceniza de su cigarrillo volaba para todos lados. Parecía enajenado, Laura solamente miraba, ahora con los ojos más abiertos y echada un poco hacia atrás producto de la impresión que le generaba la situación. -¡Estamos llegando rápidamente al primer puesto y en definitiva, al ganador del micro componente Sony con garantía de un año para disfrutar en familia! (El conductor volvió a mirar a Laura) Laura, te agradecemos por acercarte hasta la radio a mostrar tu dibujo. La producción se pondrá en contacto contigo en breve, gracias por venir.-
“Gracias por venir”. Se había terminado. Laura se levantó de la silla y caminó hacia afuera del estudio, volvió a tomar la mano de su madre y ambas se fueron de la radio de vuelta a su casa. Laura dio una última mirada hacia atrás y vio al gordo bigotudo que seguía enajenado dentro del estudio haciendo caer la ceniza del cigarro en el cenicero perfectamente colocado frente a él.

Laura y Anabel, agarradas de la mano, caminaron por el gran espacio de estacionamiento de la radio, ya afuera del edificio. Las dos se subieron al auto. La madre miró por el retrovisor a Laura mientras buscaba una parte del cinturón de seguridad y le preguntó si estaba bien. Laura la miró a los ojos y le dijo que sí. Después bajó la cabeza y miró el dibujo de sus Pitufos verdes que se había llevado de la radio. El auto se puso lentamente en marcha y comenzaron el regreso. A Laura le gustaban mucho sus Pitufos verdes y a su madre también.


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