martes, 25 de octubre de 2005

Historia de un hombre que encontró la libertad en algo muy pequeño.

En la pequeña ventana se veía la luna. Si la escondía detrás de los barrotes, la celda se iluminaba. Estaba sentado en el catre, apoyado contra la pared. Tenía los brazos extendidos sobre sus rodillas y miraba la luna. Tenía una compañera, alguien a quien hablarle aunque no lo escuchara. No le importaba. Estaba loco. Las noches en este lugar pueden llevarte a la demencia. No quería, pero el tiempo maldito que le sobraba tenía ese efecto. Un segundo dura lo que un minuto. Un minuto lo que una hora. Un año, una vida. Muchas vidas habían pasado. No escuchaba nada. Estaba él con él mismo y nadie más. Ah, sí, la luna. La puta luna. La odiaba en los días de lluvia, la odiaba más durante el día. Ya quedaba poco. La luna había respondido. Vendría por él. Vendría por él, gritaba. Colgado a los barrotes gritaba. Su cuerpo se sacudía y sangraba. Lloraba desconsoladamente. De felicidad o de tristeza, lloraba.
Un golpeteo de zapatos se acercaba veloz. Corrían. Los guardias, malditos, hijos de puta. No podrán con él. No les importa. Sus macanas a un costado. Corrían con una mano tomando su ego. El pasillo se oscurecía. Llegaron. Justo a tiempo. Apuntaron. Él ya no estaba. La celda vacía y mugrienta los mofaba. Los barrotes se hicieron a un costado. Entró, mirando y buscando y nada. La puerta se cerró de un golpe. Estaba solo ahora. Desesperado. Su voz se extinguió y sudaba. Se agachó. Pasaron los minutos en silencio, nadie lo oía. Pronto se sentó apoyando su espalda contra los barrotes. La macana tocaba el piso. La celda se iluminaba. Movió la cabeza. Detrás de un barrote, la luna. Simplemente miró la luna. Lloró.