jueves, 25 de mayo de 2006

Ella.

Hay quienes creen y hay quienes no. A mí siempre se me dio por no creer. Pero esa vez… esa vez fue distinto. Aquel miércoles de setiembre me desperté diferente, o al menos eso comencé a pensar luego de unos años. Con el paso del tiempo analicé ese día una y otra vez pero fue perfecto. Fue malditamente perfecto.
El despertador había sonado a la misma hora ya desde hace un año y medio cuando había comenzado a trabajar en una oficina en la Ciudad Vieja. Mis viejos habían salido por lo que ninguna voz entrometida había interrumpido la rutina de la mañana. Me levanté de la cama, me afeité con jabón en lugar de utilizar la recomendada crema de afeitar. Creo que el jabón irrita la piel. Me sequé el rostro. Me desvestí y me metí en la ducha. Minutos después bajé los 14 escalones que tiene la escalera que lleva a la parte baja de la casa y me dirigí a la cocina a prepararme un café con lo que quedaba en una antigua lata que era de mi abuela, y que se usaba para conservarlo. No sabemos si eso le cayó muy bien pero ya no es momento de pensar en eso. Allí iba el café.
Aquella mañana había sido muy parecida a las demás, sólo que con el tiempo se fue haciendo extraña. Hoy creo que fue extraña. Armé una mochila y me fui a trabajar. Caminé los 127 pasos que hay desde la puerta de mi casa hasta la parada del ómnibus. Pero ese día fue diferente y no llegué a tiempo. Nunca se sabe cuánto puede demorar en pasar el próximo. Esperé un largo rato y decidí subirme a uno que tenía un destino alterno pero que me dejaba relativamente cerca. Mientras pagaba por el viaje buscaba con una mirada fugaz un asiento para soportar el viaje. Muchas veces viajaba parado, pero éste era un ómnibus diferente al mío. Hay algunos que tienen sobre la derecha, mientras se camina hacia el fondo del coche, una fila de asientos unitarios, mientras los demás asientos vienen de a dos. Elegí uno para mí sólo y me senté. Recuerdo que el cielo de aquella mañana había estado algo nublado y que se había despejado de a poco. El sol entraba por una rendija de la ventana y me daba en la cara. Aún no era primavera y aquel rayo había calmado el frío y me había hecho dormitar unos minutos. Casi una hora más tarde arribé a aquel destino que no era el mío. El ómnibus me escupió hacia la vereda. Comencé a caminar por un lugar en el que los edificios se erigen como grandes dientes y todo se hace un poco más pesado. Cientos de personas respiran el mismo aire que parece agotarse hasta que se llega a una esquina y el viento del mar no muy lejano alimenta la sensación de que no todo es tan malo.
Entre muchos rostros tan distintos y demasiados pies tan inquietos, aparece un brazo, en un movimiento abrupto, y me entrega un pequeño papel que tomo en un gesto inmediato de curioso desinterés. Sin parar de caminar bajo la vista y observo un nombre mal impreso. Frené mis pasos y giré mi cabeza con violencia para poner la mirada en el improbable mensajero de algo que él no podría saber. Arbitraria y equívocamente repartía un trozo de papel que hasta ahora había captado solamente mi atención.
Aquel acto de sospechosa divinidad la había hecho regresar a un encumbrado rincón de mi mente. Hacía ya unos meses de la última vez que la había visto caminando y saludándose con gente que era de su círculo, seguramente de la universidad. Abrazaba unos cuantos libros y hablaba con ellos. Ella es hermosa, cabello negro, ojos algo verdes que cambian de color dependiendo de la cantidad de luz que haya. Ese día tenía unos jeans y un buzo de lana verde. Siempre me gustó su forma de vestir.
Busqué la dirección que aparecía en aquel papelillo. Caminé unos metros, fallé en dar con el número, regresé sobre mis pasos hasta dar con la puerta indicada y me detuve para pensar. A veces es sorprendente la simplicidad que pueden tener las cosas. Sólo en nuestras mentes tendemos a complicar los asuntos que nos importan. Subí un escalón antes de aprontarme a hacer sonar el timbre. Toqué el botón que estaba justo sobre mi hombro izquierdo y rápidamente atendió una voz joven. Me hizo pasar y pronto nos encontramos él y yo en una habitación fría, azul, con cajoneras de metal. Archivadoras creo que es el rótulo correcto, dignas de algún ente público y sus interesantes salas de espera. La parte baja de las paredes de aquella eran de un azul algo más oscuro que la parte superior. Estoy hablando del azul que tenían esas heladeras antiguas que se abrían con una suerte de gran pestillo de metal. Su rostro casi ni se movió y sin embargo preguntó qué me había traído hasta aquí. En un acto reflejo extendí la mano sosteniendo el pequeño papel que me había llegado de algún colega suyo. Subí la mirada y lo miré esperando una respuesta. Estaba envestido en un uniforme perfecto, su color se mezclaba con la habitación y su pálido rostro parecía flotar en el aire. Sin gesto alguno dio por sentado que yo sabía a lo que había venido. Tomó un formulario de una archivadora. No hizo preguntas. Simplemente empuñó un lápiz y firmó mi sentencia. Cruzamos hacia una habitación contigua por una puerta que no se camuflaba con el resto de la misma. Me invadió una sensación inquietante que me tensó los músculos del cuello impidiéndome tragar mi saliva. En este nuevo cuarto había una silla y un televisor. Tranquilo, el empleado me encomendó a sentarme. Lo hice. Él dejaba la habitación dejándome en una soledad molesta. Las luces se apagaron.
Pocos minutos después, ya fuera de ese lugar, me detuve unos segundos antes de cruzar la calle. Aquello me había tomado por sorpresa sin dudas. No quería pensar. Ella iba a ser mía.
Unos meses después había recibido una invitación para una fiesta, una especie de evento para gente mejor que yo. Preparé unos harapos de gala y fui. No suelo ir a este tipo de cosas, especialmente sólo. Pero pronto el lugar y las caras comenzaron a resultarme aterradoramente familiares. Traté de disimular mi nerviosismo. Me acerqué a la barra y pedí un trago fuerte. Comencé a sudar. Odio sudar. El recuerdo de aquella habitación y aquel televisor había venido rápido y sin aviso. Yo le hablaría y ella me escucharía. No es que sea raro que las mujeres me escuchen, pero no sería la primera vez que no lo hicieran. Esta vez sería mía. Luego de unos minutos, detrás de las caras y las parejas que se movían con la música, apareció Lucía. Mis ojos se clavaron en los suyos y me acerqué. Su aroma era delicioso, olía a margaritas. Sin casi darme cuenta me encontré delante de ella, rodeada de sus amigos que me observaban atentamente esperando que yo dijera algo. Algo importante. Abrí la boca y lo próximo que escuché fueron risas. Carcajadas burlonas. No entendí, debía ser diferente. Debía ser mía. Volví por donde había venido y me fui. No lo soporté. Al llegar a mi casa llamé desesperadamente al número que aparecía en el pequeño trozo de papel pero el lugar ya no existía. Aparentemente nunca había estado allí. No valía la pena ir hasta allí, menos con mi suerte.
Esa noche entendí que aquel día había sido diferente. Todo se había dado de forma tal que yo estuviera en ese lugar y ella se riera de mí. Con el paso del tiempo analicé ese día una y otra vez, pero fue perfecto, fue malditamente perfecto.
Luego de aquel episodio el tiempo pasó más lento. Esperé, sin encontrarla otra vez, pero esperé. Luego de unos años conocí a una mujer. Eventualmente quisiera decir, pero no fue una cuestión de causalidades. El tiempo tuvo un efecto en mí. Ya no me siento muy bien. A veces me siento mal. En ocasiones me preguntan por ella, pero no sé qué decir. La conocí en la puerta de mi casa. Ella compraba frutas en el supermercado de enfrente y yo compraba crema de afeitar. Subimos, tomamos un café y desde entonces nunca más se fue. Su nombre es Laura. Es linda y callada. Quizás sea momento de decirle que ella no es real.