lunes, 4 de agosto de 2008

Non Official International Project I: Barcelona

Prefacio.

Es la primera vez que escribo un prefacio pero lo creo pertinente para que lo que viene a continuación no resulte tan tedioso como seguramente sea. Barcelona es la primera historia de este experimento. Non Oficial Internacional Project es algo que surge de la continua necesidad de escribir siempre sobre lo conocido, del desarrollo de una historia en un lugar sobre el que se conoce absolutamente todo. En definitiva un lugar seguro. Amo Montevideo, es una ciudad con su cuota de globalidad aunque a veces no lo parezca, es un valor dentro del itinerario de cualquier globertrotter, de cualquier conocedor del mundo. Montevideo es un alfiler más en el mapa a recorrer. Decidí entonces comenzar a escribir sobre ciudades que no conozco y que obviamente espero conocer algún día, pero la idea de adentrarme en lo desconocido me gustó y me terminó atrapando.

El cuento todavía carece de nombre por lo que también por primera vez titularé un cuento como Intitulado. Espero que con los días y con las relecturas surja un nombre que le quepa. Es un texto bastante largo, el más largo en mucho tiempo y creo, si no me equivoco, el más largo de todos los que he escrito hasta el momento.

Esta historia es una ficción y cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia (siempre quise decir eso).


***


Intitulado.

Era una mañana, de esas clásicas, de esas diferentes en la que algo parece que va a suceder y sucede. De esas mañanas en las que piensan los directores de cine, los corredores de bolsa, los navegantes, los peregrinos, los soñadores, los jugadores de fútbol. Esas mañanas en las que se inspiran los artistas y escritores, los trovadores y sus musas, los políticos, las personas normales y las no tan normales, los sicóticos, los esquizofrénicos, los locos y el resto del mundo. De esas mañanas en las que pasa algo que le cambia la vida a alguien. Así fue esa mañana para mí. Nos mudamos.
Mi padre se paró en el ingreso de la habitación. Y así, con una experimentada mirada de indiferencia me dijo que nos íbamos a mudar, que habían muchas causas -de las cuales tuve que enterarme- que se habían vuelto insostenibles. Siempre pensé que había sido mi madre que se había cansado de la ciudad, del barrio, de las vecinas, del jardín, de la cocina, del cielo, del vendedor de helados y del ruido que hace la puerta de entrada al abrir y cerrar.
Así fue como más o menos se sucedieron los acontecimientos. Paso próximo, armé una mochila con los indispensables para el resto de mis días, por lo menos los elementos inmediatos que asegurarían un mínimo de felicidad en los momentos de necesidad.

Los indispensables: El actual libro de cabecera, Woody Allen, Cómo Acabar De Una Vez Por Todas Con La Cultura, el reproductor de mp3 que aparece en sustitución inmediata del hurto de mi ipod que sería mi opción incipiente, el mate, abrigo, gotitas para los ojos, lentes de sol y el pijama.

El bolso vino después, la mochila sería el equipaje de mano. Una valija no muy grande con toda la ropa que no es mucha y que no es suficiente para variar de look ni siquiera por tres días seguidos cuando ya empiezo a repetir. No fue de inmediato pero estuvo casi en ese nivel de velocidad. La idea era mudarnos a otro país. A otro continente. A uno que no conocía aun –Aunque la idea era hacerlo por mi cuenta en uno o dos años- y que iba a conocer a la fuerza y con mi familia entera. Nos íbamos a España, a Barcelona. No sabía nada de la ciudad. La conocía apenas por lecturas y películas de Almodóvar y alguna fuente de información más a la que pudiera acceder. Nos íbamos a Europa, –Sé muy bien que Barcelona, España es en Europa pero estoy dando apenas una idea de lo sorprendente que resultó la noticia en el momento para mí y el poder que tuvo en desconfigurar completamente mis nociones geográficas- un continente totalmente extraño. Quería conocerlo pero sin dudas no así, no de esta manera, no a vivir y menos sin conocerlo. Ya lo había hecho una vez y desarrollé la teoría de que un lugar para vivir -que no sea el lugar de nacimiento- necesita de un previo reconocimiento –Como un reconocimiento militar- que permita una clara noción de lo que estaría frente a mi.

Aun quedaba la salida hacia el aeropuerto y el stress se notaba en las actitudes de todos. Primero le tocó sufrir al señor que trae el diario por las mañanas cuando mi madre en su locura particular, vació una palangana con agua en su cabeza con la excusa de haberla despertado a las ocho de la mañana un domingo para entregar el diario. -o así fuese para avisar de que la casa se estuviera quemando- Esas cosas no se hacen. Luego fue mi padre cuando estrelló un destornillador contra la ventana del acompañante del auto por no poder sacar una mancha de caca de paloma. A esta altura ya era claro que quizás no había sido la mejor opción la de mudarnos pero así fue y ya no había marcha atrás. No porque no se pudiese ir hacia atrás sino porque ya se habían gastado no se cuántos miles de dólares en pasajes de avión directos a Barcelona.

La mudanza duró una semana. Una semana luego de la noticia inicial decidimos salir hacia el aeropuerto –decidieron-. El avión demoraba en salir y habíamos tenido problemas con el estacionamiento del lugar –No se para qué, pero así fue- No pudimos dejar el auto en el estacionamiento porque no sabíamos cuándo íbamos a regresar pero tampoco queríamos llegar en taxi al lugar porque no nos sentíamos cómodos. Un señor nos ayudó a bajar el equipaje. Durante varios minutos estuvimos parados junto a una cantidad importante de equipaje en el hall del aeropuerto esperando por la señora que surge del alto parlante y avisa, en el momento previo al abordaje, que hay que abordar.

Se mezcló todo junto de manera perfecta para reunir la adrenalina necesaria al momento justo de subir al avión y esperar por la turbina que se encendiera para marcar el comienzo del viaje que había empezado hace ya más de una semana. La mujer del micrófono dio la señal de subir al avión y una vez en el asiento no pude mirar hacia afuera. No hasta el momento en que el aeroplano se elevó en el aire dejando a Montevideo del tamaño de una arveja.

Entre nubes fue necesario pedirle a la aeromoza que sirviera cuatro tragos con alcohol sin importar para nada la edad de los integrantes de la familia. Era realmente necesario calmar los ánimos, y si hubiese existido la posibilidad de encender un cigarrillo en pleno vuelo la hubiese tomado aunque no fume.
El vuelo duró sus buenas catorce horas y no pasó absolutamente nada interesante salvó miradas perdidas y un poco nerviosas al ala izquierda del avión mientras las nubes pasaban muy lentamente sin identificar el cambio de cielo. En un momento, en un instante en el que juré haber estado dormido, el avión tocó tierra y nos aprontamos a descender. La gente que venía en el vuelo se agolpó en la puerta que daba a la manga para ser los primeros en hacer los trámites de migración y poder estar arriba del taxi y en la ciudad lo antes posible.
Costó casi dos horas estar arriba de ese taxi, y casi tres estar en el nuevo hogar, el 1789 de la calle Acerat. Todos dejamos las valijas en el suelo del apartamento y comenzamos –cada uno a su manera- a inspeccionar el lugar. Había que estar cómodos en donde estuviéramos y si era necesario, había que realizar una serie de acuerdos con objetos inanimados, actitud que raya con la locura parcial.

Esa fue más o menos la cadena de acontecimientos, hasta este momento en que miro los marcos de la puerta de entrada al apartamento, a punto de entrar. Es éste el momento en que caigo que todo es de verdad. Uno por lo general no se da cuenta de ese momento, de ese preciso instante en que se entiende la realidad de la idealización de la misma. Muchos saben decirte en qué momento vas a caer y todos cómicamente dicen cosas diferentes. No, este momento es ese momento. Caí.

La iluminación es cálida dentro del lugar lo que se convierte en un plus automático en mi manual de hogar. Odio las luces blancas. Tuve un trabajo en el que la gran mayoría del día se pasaba bajo tierra y bajo una serie de tubos de luz que son un gran NO en mi buen humor. Odié ese lugar. Hasta el día de hoy lo hago. La oficina se llegó a mudar a un lugar más grande y menos iluminado pero parecía que tenían una obsesión con los tubos de luz porque los mantuvieron.

El nuevo piso tiene rincones interesantes, me gusta el apartamento, me siento cómodo. Definitivamente puedo hacer una vida aquí adentro. Queda la selección adecuada de la que sería mi habitación y podíamos pasar a la etapa de estreno del lugar con una cerveza y un buen cigarrillo y algo de buena música.
Hay tres habitaciones. Una que sería obviamente para mis padres ya que dudaba de la posibilidad de que no compartieran una cama. Otra iba para mi hermano pequeño, quien necesitaba el mayor espacio para que pudiera crecer con la mayor ilusión de libertad posible. Y la mía sería la última. Es perfecta, de tamaño, de vista y quedaba la posibilidad de darle algo de color al lugar, pero eso se verá más adelante cuando quede todo mejor arreglado. Las camas eran cómodas. Los españoles deben dormir bien.

Pronto iba quedando todo bien ordenado y listo para comenzar con una vida de algún tipo, no diré tranquila, ni en paz, porque las cosas rápidamente logran sorprenderte y de la tranquilidad se puede pasar al caos en breves instantes y no sería ni la primera ni la última vez que eso sucediera. Hablé con mi padre para comenzar con el pronto estreno del apartamento y entonces bajé a la calle en busca de una cerveza. Salí sin avisar algunos minutos después y cerré la puerta. Esperé el ascensor durante un minuto. Hacía un poco de frío en la calle. Habíamos dejado la primavera en Montevideo y abrazado el otoño Catalán. Un gorro y un buzo de abrigo eran necesarios para soportar la brisa que corría por las calles empedradas.

Una niebla que rodeaba el aire hacía de la luz una penumbra y los carteles de los locales llegaban a divisarse en una especie de extraña visión onírica, algo que me hacía acordar a Tim Burton. Luego de unos cuantos adoquines llegué a un almacén -supongo se debe llamar diferente acá pero todavía no lo averigüé-. El señor que atendía el lugar llevaba unos bigotes enormes y así quizás escondiera algún defecto en la cara. Me miró desde que entré hasta que llegué al fondo. La heladera tenía muchas cervezas que no conocía así que agarré la primera que me llamara la atención y a suerte y verdad sería como se decidiría el estreno del apartamento.
Saqué algo de plata de un bolsillo y quise pagarle al bigotón pero ya no estaba. Atendía una mujer que podía ser perfectamente su mujer. También compartía el bigote pero un poco más disimulado –casi me tiento lo suficiente como para reírme a carcajadas-. Debía ser parte de una moda de la ciudad o del continente. Casi al poner un pie en la vereda escuché el sonido de mi celular. Mi padre, nervioso, hablaba con dificultad y preguntaba por qué había dejado la puerta del apartamento abierta. Contagiado de nerviosismo le dije que no, que no la había dejado abierta y que de hecho recordaba con claridad haberla cerrado.
Pensé lo peor y me apresuré a llegar a la casa.

El pasillo era oscuro por la noche y la asimilación del ambiente se me hizo lenta. Un poco de luz venía de la puerta del apartamento que se abrió rápidamente cuando me paré casi debajo del marco. Mi padre observaba por la mirilla a mi llegada y en susurro nervioso me dijo que había alguien en el apartamento. La cerveza española descansó por ahora al costado de la especie de balde posa paraguas, en seguida al costado de la puerta de entrada. La piel de gallina no demoró en llegar, parecía una lija y apenas si podía respirar. Los ojos de mi padre, desorbitados, buscaban adentro la tranquilidad de que el intruso ya no estuviera. -¿Mamá?- le pregunté. Descansaba en su habitación luego de la larga jornada de mudanza y él ya había revisado su cuarto.
Con un presentimiento caminé lentamente y respirando fuerte. Abrí despacio la puerta de la habitación de mi madre y con un golpe el intruso apareció de la penumbra empujándome contra la pared y tirándome al suelo. De un manotazo pude alcanzar con esfuerzo su pantalón pero su impulso era mayor que el mío y mis dedos desistieron en el intento de detenerlo. Abrió la puerta principal y escapó desapareciendo en la oscuridad del corredor y más rápidamente perdiéndose en las escaleras. Todo sucedió muy rápido y mi madre se despertó con el ruido. La cerveza española aun estaba intacta al costado de la puerta y sin demorar la puse en la heladera. No todo podía arruinarse más allá de la intrusión.

Mi madre surgió de su habitación con los ojos somnolientos por el caos entre mi padre y yo. Nadie tenía la culpa, naturalmente, pero me terminé por hacer cargo de la situación. Alguien debía hacerlo y el mero destino no podía cargar con semejante culpa. El frenesí paró con los minutos hasta que la tapita de la cerveza estaba boca abajo en la mesa y las primeras marcas de vasos iban a aparecer en la madera de la mesa. Con apartamento estrenado e intruso de por medio nos fuimos a dormir.
No era el mejor comienzo en la ciudad ni en el continente. Todos esperábamos que las cosas se calmaran con los días y tampoco teníamos ganas de que algo nos arruinara la estadía.

La mañana nos agarró sin haber dormido lo suficiente y en pocos minutos estábamos todos en pie. Las nubes de Barcelona cubrían el cielo y la luz gris entraba por las ventanas del apartamento que aun no tenían cortinas ni persianas. Quizás fuera por eso que nos levantamos tan temprano y el gris del cielo no era gris sino que era apenas la madrugada y el sol todavía iba a demorar un rato más en llegar. Mi padre estaba en el sillón del living con un café en la mano y el diario sobre la mesa buscando en los clasificados lo que pudiera encontrar. Mi padre había llegado al nuevo continente con trabajo pero eso iba a demorar en empezar. Una empresa de telecomunicaciones lo había incorporado en sus filas pero aun faltaba un mes para su ingreso definitivo. Mi madre revolvía su café a los pies de la puerta de la cocina y yo ya estaba vestido aunque despeinado por la primera noche de cama ajena.

Bajé hasta la calle pero sin salir del edificio. Aproveché a mirar hacia la nueva calle que tendríamos delante por el tiempo que fuera necesario. Un poco para encarar la asimilación necesaria de un nuevo hogar. Mientras estuve parado ahí por unos breves instantes, a unos centímetros de mí estaba el portero del edificio con unos llamativos bigotes. Parecidos a los del señor del almacén de la noche anterior ahora que los observo en una mirada disimulada. Parecidos sería una observación un poco distante, en verdad tenían una similitud sorprendente.
Había visto otros bigotes de la misma calaña en algún otro lugar y no me podía acordar. Estaban en la parte de atrás de la cabeza y querían sin duda venir hacia adelante y no podían.

Volví a casa. Mi padre ya no estaba con el diario en el living, se estaba preparando para salir y lo mismo hacía mi madre. Juntaban todos los folletos /slash/ mapas que habían encontrado en el aeropuerto y se disponían a la actividad turística por el día y yo los iba a acompañar. Estaba en una ciudad nueva y tenía que conocerla.

Salimos a la calle, los tres. El portero nos miraba con atención. No con interés, pero sí con atención, con una preocupación mínima de alguien que es el encargado de cuidar la puerta del edificio. Casi como un vigía de la edad media. Esos tipos que cuidaban en lo alto de la torre de un castillo y que debían de poseer –en aquella época- una gran vista, adaptada para divisar por lo menos unos cuantos horizontes de distancia.
Nos miró. Yo me di cuenta. Cruzamos la mirada por unos segundos pero no creo que el se percatara de la sensación que me quedaba al mirarnos.

Caminamos por Las Ramblas (En catalán Les Rambles), primer evento turístico del viaje, hasta llegar hasta la costa de Barcelona. Una serie de kioscos de revistas, cafeterías y restaurantes hacían la suerte de paredes del lugar. “Las Ramblas es uno de los lugares de mayor atractivo y concurrencia (…) Paseo situado entre la Plaza de Cataluña y el puerto antiguo.” Explicaba el folleto /slash/ mapa. Uno de los tantos elementos que nos facilitaban la visita a la ciudad. Los catalanes, aunque sepan muy bien el idioma español, ya que es una de sus lenguas maternas, se rehúsan a utilizarla ante los turistas que preguntan y exigen respuestas. Esto hace que muchos de ellos –los turistas- hablen mal de la gente de esta ciudad cuando salen de la misma.
“Cerca del puerto acostumbran a instalarse mercadillos, así como pintores y dibujantes de todo género, destacando la zona por su índole artística y cosmopolita. Paseando por Les Rambles pueden admirarse varios edificios de interés, como el Palacio de la Virreina, el mercado de La Boquería y el famoso teatro de Gran Teatro del Liceo, en el que se representan óperas y ballets.” Mi madre miraba asombrada la fachada del Gran Teatro y allí fue el primer lugar de interés en el que entramos. Caminamos durante un largo rato por el interior del teatro mientras un guía nos contaba cosas del lugar que podrían o no interesarnos. Yo me quedé con: “En 1893, el anarquista Santiago Salvador tiró una bomba en la platea del Liceo que causó 20 muertos.” No es por raro, que de hecho lo soy, pero ese fue el dato que más impacto me causó de todos los que salieron de la boca de aquel guía aburrido y oficialista.
En muchos lugares de Barcelona se pueden ver banderas con los colores rojo y amarillo por todos lados. Es la bandera de la Cataluña.

El paseo de Las Ramblas termina donde comienza el puerto antiguo. Allí hay una estatua de Cristóbal Colón señalando el mar y a pocos metros se ubica el Museo Marítimo, pero allí no entramos. Paramos durante un segundo en uno de los cientos de kioscos que hay por la vuelta para comprar algo de comer. Me había entrado el hambre por el paseo. El señor que atendía en el kiosco lucía unos grandes bigotes que se me hicieron muy familiares. El hombre del almacén de anoche tenía unos muy particulares y muy parecidos y también el portero del edificio y alguien más que no puedo asociar pero que tengo entre ceja y ceja y será sólo cuestión de utilizar mis destrezas detectivescas que también es probable que no aparezcan. Alguien tenía esos mismos bigotes y no eran una particularidad española, había visto películas españolas antes y no era algo así como un obligado detalle en la dirección de arte. No podían tener esa similitud tan sorprendente; tres bigotes muy parecidos en cuestión de algo más de 24 horas.

Luego de semejante caminata y paseo, regresamos todos –hasta el niño colgado de uno de los brazos de mamá y papá- al apartamento. Todavía me cuesta decirle casa. Cuando llegamos, el hall del edificio estaba vigilado por el mismo portero bigotudo. Traté de mirarlo sin mirar pero una vez más no logré disimular lo suficiente como para que el tipo no se diera cuenta de lo que estaba haciendo. Lo estaba midiendo, estaba intentando descifrar quién era y por qué esos bigotes me llamaban tanto la atención y no era que yo todavía casi no me afeitaba, casi.

La noche pasó sin sobresaltos aunque la canilla del baño comenzó a no cerrar bien y goteó. Como todos los dolores con los que la gente se suele levantar que surgen de un día para el otro, sin aviso, sin pedir permiso para complicarte la vida. Como las mujeres, que aparecen así de repente y uno no se entera pero ya comenzaron a complicar las cosas, aunque esa es la parte divertida.

El despertador me incorporó temprano en la mañana. Eran las 7:30 según el reloj del celular. La luz del apartamento todavía era muy tenue y una música muy suave salía de un radio grabador que estaba en el suelo al costado de la cama. Me preparé un café y salí a la calle a visitar por mi cuenta para tratar de calmar un poco los ánimos y evitar al hombre de bigotes. Quizás, si el humor era el suficiente, hasta podría conocer gente.
La calle estaba tranquila, no pensé que pudiera estar tan mansa un jueves de mañana pero se ve que era así. Caminé por horas, miré lo que pude y traté de no visitar los lugares que ya había visto. Todavía paseaba por calles adoquinadas que debían tener siglos de historias y de cuentos. La similitud con las calles de Montevideo era asombrosa y hasta me erizaba la piel en algunas zonas de la ciudad. Las calles con techos de árboles, los cafetines y los huecos entre edificios y casas que dejan ver el mar sobre la rambla.
En ningún momento me inundó la ciudad que tenía casi todos los ingredientes que a mí me servían como para vivir en el lugar.

Cuando el sol ya quitaba la sombra de los postes y los caminantes y los únicos lugares de resguardo eran bajo el follaje de los árboles, me senté en el primer café que crucé. El lugar parecía un bar de Montevideo; la ciudad no conseguía hacerme sentir un extraño salvo por el lenguaje de los catalanes y su manía de no hablar español ni inglés.
En una de las mesas del cafetín había una señorita muy linda. Ella cruzaba miradas conmigo repetidamente y en algún momento tenía que juntar el valor como para acercarme a hablar. Un morral descansaba a los pies de su silla, y ese detalle me terminó por cautivar por completo.
Tomé la taza con una mano y recogí mi morral con la otra y en el momento en que me paraba para acercarme, entró por la puerta del café un señor con bigotes que no hizo más que ponerme nervioso. Otra vez esos bigotes y otra vez la misma duda de quién carajo era y de dónde venía esa peluda semejanza. Pelo tras pelo tras pelo, me desarmó la valentía que había conseguido reunir para hablarle a la hermosa chica que seguía sentada en su lugar y que no se iba a mover por un rato más. Pero yo ya no podía mantener el objetivo de acercarme, mi guardia estaba demasiado baja y en lo único que podía pensar era en ese labio sin afeitar, esa nariz con escoba.

Una gota de sudor apareció sobre mi frente y en ese momento en que todo estaba por desmoronarse del todo, decidí terminar de colocar el morral sobre mi hombro y salir del café. Caminé bastante rápido sobre los adoquines en dirección hacia el apartamento. Cuando llegué hasta la puerta de entrada el portero no estaba y me apresuré en abrir la puerta de vidrio y llamar el ascensor. Uno, dos, tres, cuatro, los números digitales en rojo pasaban un poco lento para el humor que tenía y sólo atinaba a presionar el botón ocho que ya estaba iluminado con la yema del dedo gordo.
Entré en la casa, dejé el morral en un costado y me arrojé sobre el sillón. Cerré los ojos y dormí hasta la tarde cuando me despertó mi padre para merendar. No salí durante el resto del día y aproveché en la noche a ordenar y acomodar mis cosas en la habitación. Poco rato después ya había logrado conciliar el sueño producto de la caminata matinal y de aquel extraño bigote.

Volví a salir a la mañana a la calle y el portero estaba barriendo la vereda. Acá también barren la vereda –tuve un minúsculo pensamiento-. El hombre miró hacia mí por encima de su hombro sin detenerse en su actividad y sonrió. Detecté cierto sarcasmo en esa risa y eso me sacó por completo de mis casillas, al momento en que me daba cuenta que el señor era el intruso de la primera noche. Tomé carrera y nos agarramos a trompadas, allí mismo en el medio de la calle en Barcelona. Grité todo lo que tenía contenido; la mudanza, el viaje, los bigotes, la falta de bizcochos. Todo. Estaba enojado. Algunos vecinos intervinieron en la pelea y nos separaron y lo primero que atiné a hacer fue subir nuevamente al apartamento.

Les conté mi teoría de los bigotes a mis padres, naturalmente se pusieron nerviosos y comenzaron a hacer llamadas, entre otras a la policía desestimando mi pedido de no realizar un llamado a las autoridades. Mi madre se había puesto mucho más nerviosa que mi padre cuando asoció que el bigotudo había estado dentro de su habitación la primera noche en la que el tipo entró a casa.
Después de unas horas, los dos se habían calmado bastante y todo era un poco más normal. Mi padres estaba mirando fotos de Montevideo, de la casa, de la familia, de amigos, etcétera. Luego de pasar unas cuantas polaroid que estaban en una caja, pasó por una que le llamó enormemente la atención. En una de las fotografías, mi padre y yo estábamos parados en la vereda, casi al borde la calle, sobre el cordón. Detrás de nuestras figuras aparecía un señor de bigotes que miraba atentamente a nuestra casa desde la vereda de enfrente mientras barría las hojas de otoño que había sobre el pasto de la casa vecina.
Mamá vino a mirar la foto y se dio cuenta de algo que no parecía probable, por lo menos para papá y para mí. Ella conocía a este señor de bigotes. La que nos resultó desconocida fue mamá, que guardaba un secreto de infancia.
A sus 20 años, ella grabó un programa piloto de televisión que nunca logró salir al aire. Eso es un “piloto”. Un programa que se graba para ser testeado y medir su potencialidad ante la audiencia. Mamá había sido una estrella de televisión o si ese no fuera el epígrafe que ella quisiera, por lo menos había sido una suerte de child star.
Lo importante no era el contenido ni la temática del piloto sino lo que produjo en este señor de bigotes. Él era el único y más adepto fan de mi madre. Este señor había sido marcado por la capacidad /slash/ belleza de mi madre en su adolescencia televisiva. La había perseguido enviándole cartas, flores, y otros regalos impronunciables durante muchos años. Mi madre, en realidad sus padres debieron intervenir en esa situación. Habían conseguido una orden de restricción y no permitía al señor de bigotes, cuyo nombre aun no sabíamos, acercarse a menos de 200 metros de distancia. Esto obviamente no se cumplió en algunas ocasiones por el hombre.
Durante el paso de mi madre por la universidad, éste hombre había mandado una serie de sobres que contenían los deberes hechos para las clases y exámenes. No sé y no quiero saber por lo que debe haber pasado para hacerse de la información necesaria y conseguir todo ese material.
Obviamente, mi madre se casó con mi padre. También hay fotos del hombre de bigotes en la fiesta de bodas. Una suerte de perejil /slash/ imbécil que figuraba en todas las actividades de mi madre durante el correr de los años.
Durante toda mi infancia y sin mi conocimiento ni el de mi padre, ella había tenido un admirador muy secreto que rondaba por mi casa, barría las veredas de enfrente, etcétera. Es aterrador enterarse y luego un poco tragicómico. Es decir, pobre hombre. Ahora al saber toda la historia, siento un poco de lástima por este señor. No se si está bien o mal que yo sienta estas cosas, pero por lo menos algo debería decirle cuando baje una vez más a la puerta del edificio.
Mi padre no sentía lo mismo. No sentía lástima, para nada, sentía lo mismo que sentí yo cuando le propiné un par de golpes hace no más de una hora. Costó unos minutos contenerlo para que no bajara a la vereda. Naturalmente yo lo entendía y si no fuera por mi madre ya estaríamos, los dos, dándole la paliza de su vida.
Decidimos descansar unos minutos antes de tomar alguna acción. Abrimos unas cervezas que quedaban en la heladera y todos nos relajamos por un rato.

Algunas horas después tomamos la resolución de volver a Montevideo. No pensábamos quedarnos en Barcelona con el bigotón siguiéndonos a todos lados y era evidente que unas buenas trompadas no iban a impedir que éste siguiera allí.
Algunos días después, cuando ya nos debíamos dirigir al aeropuerto, resolvimos salir del edificio, vestidos con atuendos y disfraces improvisados para despistar al fanático de bigotes. Al llegar a la planta baja, luego de un lento paseo de ascensor, el bigotón no estaba más. No porque ya no estuviera sino porque sin duda se había ausentado por un momento. Mi padre paró un taxi y no puedo ni imaginar lo que debía estar pensando el taxista que nos devolvía al aeropuerto para alcanzar nuestro vuelo. 4 personas totalmente disfrazadas que no debían pasar por seres mínimamente normales.
Cuando llegamos al aeropuerto bajamos nuestras valijas y caminamos hacia el sector de check-in previo al abordaje al avión. No había personas con bigotes gruesos ni nadie sospechoso de fanático.
“El aeropuerto de Barcelona, código: BCN es un aeropuerto español de la red de AENA que da servicio a la ciudad de Barcelona. Se encuentra 10 Km. al suroeste de Barcelona, en el municipio de El Prat de Llobregat, a una altitud de 4 metros sobre el nivel del mar. Es el mayor aeropuerto en extensión y tráfico de la Comunidad Autónoma de Cataluña, y el segundo de mayor tráfico de España tras el Aeropuerto de Madrid-Barajas, con el que mantiene la línea aérea regular de pasajeros más transitada del mundo. Además es el octavo aeropuerto de Europa por pasajeros y el 35º del mundo.”

El vuelo fue tranquilo. Escuchamos la voz del piloto en varias oportunidades informando la duración del vuelo y el clima en Montevideo al momento del arribo. En todas las intervenciones del piloto no pude sacarme la idea de la cabeza de que la persona que nos hablaba, nos hablaba directamente a nosotros. Un piloto de bigote grueso que nos iba a perseguir de vuelta hasta nuestra casa.

Pasamos un par de noches en la casa de la abuela antes de ir a nuestro nuevo apartamento en Brito del Pino. Luego de descargar todo y de instalarnos nuevamente y de pasar otra vez por la ardua etapa de mudanza, salí a recorrer los almacenes que ya conocía por andar antes por el barrio.
Por suerte no había almaceneros, ni carniceros, ni veterinarios, ni vecinos con bigotes grandes. Una vieja, un piso más arriba del nuestro tenía bigotes pero dudo que calificaran para ser un fanático depravado.
El sol de las cinco de la tarde caía sobre la primaveral Montevideo. La luz entraba por una rendija de la ventana de mi habitación transformando la iluminación en algo perfecto. Todavía quedaban algunas cosas de la mudanza apiladas contra una pared y mis planes eran eliminar todo ese material para dejar pronta y a gusto mi habitación. Mis padres habían salido de compras para la cena supongo y volverían en un rato, pero seguramente no querrían ver más los embalajes cuando regresaran.
En una de las cajas que había quedado encontré un VHS con el título: Yo en la TV. Cuidadosamente enchufé un VCR y metí el cassette en el mismo, apreté play en el control remoto pero tuve que pararme a apretar play en el aparato porque el control, o no tenía pilas o directamente ni siquiera funcionaba, lo que era lógico porque estaba en la familia desde antes que yo naciera. Unos minutos después creo que todavía miraba la pantalla luego de terminada la cinta. Era el programa. Era mamá en la televisión, tal cual expresaba el pegotín en uno de los costados del VHS. El bigotón estaba en la primera fila, aplaudiendo, saltando, exaltado con la performance, divirtiéndose con muy poco y siendo todo un fan. Ésa, fue la última vez que lo vi.



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