lunes, 7 de diciembre de 2009

El vendedor de jazmines

El vendedor de jazmines colocaba sus flores en una mesa al costado de la calle en una esquina de la ascendente Montevideo. Tomándose su tiempo para montar su puesto colocaba uno al lado del otro los jazmines que se exhibían a los transeúntes para quien deseara comprarlos y las más veces pasaba muchas horas solamente contemplando sus flores y la callejuela. Había quienes pasaban de largo y apenas dirigían el ojo para comprobar aunque sea a lo lejos la existencia de aquel comerciante. Como muchos de los negocios de aquella ciudad, este también era zafral y podían pasar incontables días y semanas antes de vender siquiera un solo jazmín, pero el vendedor conocía las rachas de sus ventas y la mayoría de las veces ni siquiera se resignaba de vender aunque fuera un par de flores.

En aquellos años '40, Montevideo era una ciudad efervescente. Los automóviles europeos que por esos años inundaban la metrópoli se aparcaban en 18 de julio y de ellos bajaban los hombres de las más altas clases a pasearse en sus trajes oscuros y elegantes, con sus mujeres en sus brillantes vestidos de terciopelo, haciendo ruido al pisar con sus costosos zapatos deslumbrantes camino a los grandes teatros donde se reunía por aquella época la elite montevideana. Y siendo un hombre de la calle, el vendedor de jazmines conocía las agendas de aquellas juntas a las que siempre había querido acceder, pero que también había aprendido a resignar durante mucho tiempo pues su suerte no era la de un hombre adinerado.

Fue en el año 1951 cuando en los diarios figuraba una noticia que preocupaba a esta alta clase social. La mafia había comenzado a sobresalir y de a poco tomaba las calles. Había un problema de jurisdicciones sociales. La mafia reclamaba lo que había sido suya durante algunos años y que ahora era rápidamente ocupado por la clase política más alta del Uruguay de la época, los teatros. Algunos días atrás, un senador había sido asesinado detrás del Cine Plaza y la policía había argumentado que la mafia, que de a poco salía de una devaluada clandestinidad, era responsable del derrame de sangre. Pero como en toda ciudad de enriquecidas minorías, la policía defendía silenciosa pero firmemente los intereses de esos espectros sociales y por ello la mafia debía moverse con cierta cautela por Montevideo.

Aquel crimen había sido simplemente el comienzo de una disimulada batalla por esos espacios públicos que eran de mutuo interés. En los periódicos en los que se manejaban esas noticias se había informado que el cuerpo muerto del senador llevaba un jazmín en el traje como firma de autoría, por lo que era ciertamente probable que aquella flor hubiera sido adquirida a un vendedor de jazmines de la zona. Por esos días la competencia no era mucha y eso rápidamente asociaba a nuestro vendedor al crimen perpetuado por la mafia, quien sin desearlo había vendido una de sus flores a uno de los más conocidos mafiosos de la ciudad, al que además era difícil de identificar pues los hombres que eran parte de aquella disputa se vestían de igual manera ya que nadie quería ceder terreno y la vestimenta era una clara postura. Recordaba a los hombres que habían parado en su puesto porque no eran muchos, pero no había forma de saber quién era quién, por lo que decidió no aventurar ninguna decisión de retirarse del negocio antes de convertirse en un sospechoso.
El vendedor de jazmines desmantelaba su puesto cuando el sol caía y caminaba de regreso a casa. Esa noche de diciembre desarmó la mesa, juntó las flores, se puso el diario bajo el brazo y caminó, ya entrada la noche, por las calles del centro hacia su casa. Pensaba que era probable que la policía ya lo tuviera identificado aunque nadie se hubiera acercado a preguntarle nada, pero tampoco podía sentirse parte de algo que no había cometido. Él simplemente vendía jazmines. Así que al día siguiente decidió volver con su puesto a aquella esquina de la ciudad y continuaría con su trabajo.

El centro de una urbe en crecimiento comienza el día a muy tempranas horas y el vendedor de jazmines no era la excepción del paisaje montevideano. Colocó su mesa, esta vez, parándose, no en ángulo hacia la esquina, sino que se recostaba contra 18 de julio para tener una visión interesada de la entrada al Teatro El Galpón y su marquesina. El vendedor ponía lentamente en exhibición todos sus jazmines, mientras observaba que de un coche que estaba estacionado sobre la acera de enfrente se bajaba un hombre de traje, mientras otro permanecía en el auto y le clavaba la mirada al vendedor de jazmines. El hombre caminó pausadamente sin levantar sospecha alguna hacia la esquina de Minas y 18 de julio donde se encontraba el comerciante de flores.

-Buenos días. –Dijo el hombre de traje oscuro y rayas claras verticales apenas visibles que hablaba mientras sostenía un cigarrillo en su mano izquierda.

-Buenos días. –Respondió el vendedor de jazmines mientras colocaba las últimas flores sobre la mesa.

-Es una hermosa mañana ¿verdad? –Preguntaba el hombre buscando conversación.

-En verdad lo es.

-Sabes, tienes unas preciosas flores aquí y los jazmines son mis favoritas. ¿Cómo es tu nombre? –Preguntó el hombre de traje provocando que el vendedor de jazmines que aunque conocía la calle no podía evitar ponerse muy nervioso, pero intentando mantener la compostura le respondió. –Gerónimo.

-Pareces un buen chico Gerónimo. Mi nombre es Vittorio. ¿Sabes quién soy? –Preguntó sin la más mínima sensación de intranquilidad. Por supuesto que el vendedor de jazmines sabía quién era Renzo Vittorio cuando su nombre estaba en los periódicos y era el número uno en la lista de autores del asesinato del senador de algunos días atrás. De cualquier manera prefirió no llamar la atención y respondió que no.

-Eso está bien. –Hizo una pausa y prosiguió.- ¿Te gusta lo que haces Gerónimo?

-Sí. –Dijo el comerciante intentando decir lo menos posible.

-Me parece muy bien. –Dijo entregando un billete a Gerónimo, quien lo tomó y el hombre de traje lo cambió por dos jazmines.

-Adiós Gerónimo. Hasta la próxima. –Dijo Vittorio, poniéndose el cigarro en la boca y dirigiendo una última mirada que se escondía debajo de la visera de su sombrero del mismo color del traje mientras daba media vuelta y regresaba con los jazmines en la mano al coche que nunca había apagado el motor. El vendedor de jazmines no dijo más nada y lo observó mientras se alejaba en el auto.

El día transcurrió con cierta normalidad a excepción del coche de policía que circulaba por la calle observando a Gerónimo y sus jazmines esperando al hombre que hace algunas horas ya había pasado por allí. Se lo habían perdido, pero Gerónimo no podía abrir la boca aunque si en el periódico de mañana aparecía otro político muerto con un jazmín sobre su cuerpo, estaría más implicado que nunca. Así que cuando vio que los policías no miraban, Gerónimo se dispuso a desarmar el puesto de jazmines y desparecer del lugar.
Dejó todo en su casa ocupándose de que nadie lo viera entrar y esperó hasta la tarde en soledad. Cuando el sol estaba bastante bajo, lo suficiente para esconderse detrás de los incipientes edificios del centro, se puso una boina y un saco de tela y volvió a las cercanías del Teatro. No era tonto, pero tenía curiosidad por ver si algo sucedía esa misma noche en aquel mismo Teatro. La policía continuaba vigilando el lugar mientras Gerónimo se limitaba a sentarse en un banco y aguardar, mirando la ciudad y sus automóviles en movimiento haciendo pasar el tiempo.

Transcurrieron unos minutos hasta que las luces de la ciudad eran lo único que brillaba en el cielo. A esa hora de la noche ya se paseaban los hombres de traje y sus mujeres refinadas por la calle hasta agolparse en la puerta del Teatro. Gerónimo sentía una cierta tensión en el aire viendo a los policías que caminaban lento por la vereda como si ellos también pasearan de traje y con una mujer al lado.

Las personas que estaban debajo de la marquesina del Teatro comenzaron a ingresar al lugar para ver lo que fuere que iban a ver. Gerónimo no estaba al tanto de la cartelera de espectáculos ni le interesaba, aunque creía que una obra italiana se estrenaba en esa sala por los comentarios que alcanzaba a escuchar desde su banco en la plaza a pocos metros del Teatro. Una hora y algunos minutos después, las puertas de la sala volvieron a abrirse y los hombres y mujeres salieron con risas en sus rostros que se alcanzaban a escuchar desde donde estaba sentado el vendedor de jazmines que ahora permanecía expectante pues sabía que las flores que había vendido se marchitarían completamente sobre la madrugada y suponía que antes de eso irían a parar al cuerpo de un hombre muerto.

Lamentó estar en lo cierto cuando el ruido de la metrópoli se alteró con un disparo certero a quema ropa que impactó en un hombre que caminaba alejándose del Teatro. La masa que todavía estaba en la puerta se dispersó rápidamente y los policías que eran más de los que Gerónimo había logrado ver se acercaron al lugar disparando hacia un hombre de traje oscuro y rayas claras verticales apenas visibles y que Gerónimo reconocía. Renzo Vittorio había alcanzado a salir de la multitud con un disparo en el pecho que disimulaba con una mano sobre la herida. El vendedor de jazmines se había levantado del banco y observaba el trágico espectáculo.

Renzo Vittorio caminaba lentamente tratando de hacerse pasar por un hombre más y se dirigía hacia la plaza donde podía perderse entre la multitud que miraba igual que Gerónimo lo que sucedía en la cercanía del Teatro. Nunca se movió, el vendedor de jazmines miró estático cómo Vittorio se acercaba cada vez más hacia él hasta que el mafioso lo reconoció y casi balbuceando le dijo algo que no alcanzó a entender. De pronto cayó de espaldas en el suelo. La sangre corría por debajo de su cuerpo y se extendía sobre el adoquinado de la plaza. Decenas de policías acudieron con velocidad hacia el cuerpo del hombre que agonizaba abatido y comenzaron a gritarle a la gente para que se alejara del lugar. Gerónimo miraba entre las personas que intentaban retirarse de la escena y apenas podía dar algunos pasos hacia el cuerpo del hombre que todavía estaba con vida y con el que había cruzado algunas palabras esa misma mañana. La policía sabría que era él, que era Gerónimo quien le vendía los jazmines a la mafia y por eso debía irse de allí, pero no sin observar por última vez al italiano que moría en el suelo de una plaza de Montevideo. En ese último intento miró por encima del hombro de un señor que lo empujaba para salir y vio que del traje de Vittorio sobresalía un jazmín que ya comenzaba a marchitarse en el canto de sus pétalos.