viernes, 25 de agosto de 2006

Árboles negros.

Gregorio salió del baño goteando desde la cara el agua fría y cuestionablemente potable que lo mantenía lúcido. Se sentó frente a la máquina de escribir y comenzó a golpear con fuerza las letras moviendo sus dedos de manera autómata. La cabaña estaba en silencio aunque el furioso sonido de las palabras resonaba afuera en el bosque. Las ideas le llegaban como las gotas de café que se cuelan en una cafetera. Sentía que esta vez realmente iba a escribir lo que sus envidiosos críticos llamarían algún día su “Obra Maestra”, su “Masterpiece”. Realmente sentía que lo lograría. En medio de esa verborrea mental el teléfono sonó impertinente. Gregorio resopló mirando hacia abajo. Atendió haciendo notar su malestar. El conserje le avisó que la cocina estaba abierta y que podía pasar a cenar si así lo deseaba. Gregorio agradeció la molestia. Se sentó en la cama dura y miró la hoja apretada a medio llenar en la máquina. Estaba lejos de casa pero así era mejor. Los grandes escritores escriben en soledad dijo algún idiota al que le había hecho caso en una estúpida convención. Ahora lo sabía. ¡Que idiota! pensó para sí mismo. Ya estaba ahí de cualquier modo y lo mejor sería seguir con lo que estaba haciendo sin dudar de sus capacidades. En definitiva había manejado casi seiscientos kilómetros para llegar a ese lugar cuyo nombre ignoraba y ya le había consumido mucha gasolina. Por lo menos debía hacer valer el gasto. No era un tipo infeliz, simplemente uno con objetivos. Se rió para sí mismo; ni siquiera podía dar crédito de lo que pensaba, sus esfuerzos mentales le causaban gracia. Era por algo que había llegado hasta allí, se convenció mirando fijamente la ahora silenciosa máquina de escribir. Se levantó de la cama con autoridad. Tomó un abrigo de un gancho en la pared y abrió la puerta mirando la máquina antes de cerrar y salir de su habitación. Ya estaba ahí. Qué más daba.
Caminó por el predio del motel hasta llegar a las oficinas en donde estaba el comedor. Se sacudió el agua de rocío antes de entrar y se limpió el barro de sus botas en una alfombra que no cumplía con la labor que deseaba Gregorio. El comedor estaba bastante poblado derrocando las apariencias que tenía de estar sólo en este lugar. Se sentó en una mesa cercana a una gran estufa de leña que estaba encendida y sin duda le haría bien para la gripe que estaba desarrollando. Atentamente miró unos segundos el fuego que lo hacía pensar en por qué la gente reflexiona ante fenómenos naturales relajantes o caras de niños en los ómnibus. No lo entendía. -¡Señor!- Dijo por segunda vez el mozo sacando a Gregorio de su aparente concentración. Lo miró sonriendo patéticamente y ordenó un whisky. Eso es lo que toman los escritores, pensó; nunca le gustó el whisky pero debía ayudar a las apariencias. ¿Qué clase de persona frena en un motel de este tipo? Miró los rostros de los demás comensales. En las películas estos moteles son los favoritos de asesinos que sufren de alguna clase de enfermedad psicológica como psicosis paranoide o cosas peores. Gregorio tomó un sorbo de su escoses antes de imaginar como todas esas personas morían horriblemente a manos del conserje demente. Ahí tienes una historia, pensó. Maldito Holywood, nos arruinan la experiencia a todos. El mozo vestido en un impecable uniforme se acercó a preguntar si deseaba algo más pero Gregorio decidió que quizás se sintiera mejor en su habitación y pidió una botella de vino para llevarse consigo. Un buen trago podría ser la mejor solución a sus problemas imaginativos. Terminó su whisky y salió del comedor.
El aire frío lo despertó de un golpe. Miró alrededor. Algunos autos quietos en el frío y uno llegando mientras caminaba hacia su habitación. Traía las luces altas, odiaba eso. Una mujer bajó del auto pero la niebla que empezaba a asentarse no le dejaba ver con claridad. Empujó la puerta que tenía dificultades para abrirse; entró y zapateó el piso de madera para desprenderse de la tierra que traían sus botas.
El bosque descansaba en plena orquesta. Las aves se miraban entre ellas llamándose la atención con ruidos extraños. Los árboles aunque incondicionalmente se mantuvieran en su lugar danzaban armónicamente en compañía del viento. Alimañas y otros bichos correteaban de un lado para otro en un juego cómplice de gato y ratón. El motel parecía una postal de una película de Hitchcock. Un grito rompería el silencio de la noche asustando a Gregorio haciéndolo estremecerse.
Abrió repentinamente los ojos. La habitación oscura se iluminaba con los rayos de luna que se colaban por la ventana. El escritor insomne se sentó en la cama apoyando sus brazos sobre sus piernas. Miró la máquina de escribir, luego hacia fuera y se volvió a dormir. No había razones para permanecer despierto divagando entre pensamientos inútiles que lo único que lograrían hacer sería mantenerlo despierto hasta entrada la mañana.
Las mañanas eran hermosas a los pies del bosque de aquel lugar. Gregorio decidió caminar un rato para despejar su cabeza y retomar el libro más tarde, quizás luego de bañarse. Su gran campera lo hacía caminar en un movimiento de campana que lo hacía reír. Llego hasta la ruta desierta que no parecía la misma que lo había traído hasta aquí. Un auto pasó. El conductor miró fijamente la figura del desubicado escritor a metros de la calle, Gregorio se sintió insultado por la mirada de ese hombre y decidió retomar sus pasos y volver al motel. Quizás fueran los incontables kilómetros de ruta desierta, y de pronto un escritor al costado del pavimento lo que le llamó la atención. Maldito idiota. Entró en las oficinas y habló unos segundos con el conserje. La cocina no abriría ese día pero el comedor estaría a disposición, al igual que el bar. Decidió volver hasta la ruta y caminar dos kilómetros hasta una estación de servicio que estaba más allá de la entrada del motel según la información que había recibido. Se cansó luego de los primeros quinientos metros pero sabía que si no iba hasta allí no tendría nada para comer a la noche. Un escritor no puede escribir con el estomago vacío. Quizás si; pero lo haría enojado y terminaría por escribir algo de lo que se arrepentiría.
No estaba seguro de lo que lograría con este viaje. Quizás el libro no debiera escribirse jamás y por algo suceden las cosas, pensó. Llegó pronto hasta la estación notando que la ruta se hacía más ancha en este lugar. Un señor cuidaba (o se podría decir que cuidaba) sentado en un cajón de cerveza, cruzado de brazos y seguramente dormido, o algo más grave. No quiso indagar de más. Entró rápidamente en el establecimiento sintiendo un alivio inmediato. Tomó una botella de cerveza de una heladera y un aperitivo de una de las góndolas y procedió a dirigirse a la caja para pagar por lo que llevaba. Le parecía una situación poco digna de un escritor, pensó, pero ya no había más que pensar. El empleado puso descuidadamente la compra dentro de una bolsa y se lo entregó a Gregorio que no dudó en agarrarla y retirarse lo antes posible.
De vuelta en el motel Gregorio juntó la voluntad necesaria para sentarse a escribir. La máquina seguía allí, esperándolo, impaciente por ser golpeada. Sentía una especie de sadomasoquismo intelectual en su vínculo. Pasaron los minutos y luego las horas y ni una sola idea entraba en la cabeza del frustrado escritor. Decidió destapar la botella que guardaba en la pequeña heladera en un rincón de la cabaña e intentar relajarse con algo de alcohol. Sin mucho esfuerzo Gregorio terminó por emborracharse y ya no estaba sentado a los pies de la máquina de escribir; el aire fresco lo recuperaría aunque pensó que era una exageración que una botella de cerveza lo tuviera así. No le importó. Bajó la mirada unos segundos para volverla a levantar de un impulso. Un auto llegaba. Era el mismo de la noche anterior. Ella se bajó y se metió en el comedor. Gregorio hizo lo mismo intentando averiguar quién era esa persona. Limpió sus botas en la alfombra sumisa. Tomó una silla y se sentó a una distancia considerable del mozo y le ordenó un whisky sin despegar la mirada real de la figura de aquella mujer. Una mezcla de palabras se le subió a la cabeza. No entendía por qué estaba pensando en otra cosa. Dejó su whisky intacto en la mesa y volvió a la cabaña. De pronto no le costaba tanto sentarse a escribir. Simplemente se sentó allí y escribió. Una página, dos, cien. Pasaron mañanas y tardes y noches y Gregorio no se levantaba; todo estaba en esas letras, el hambre, el sueño, el alcohol, una mujer, su musa inspiradora. Todos esos años pensando en el fracaso. Se reiría después de aquellos que no creyeron en Gregorio Hagopián. Aquellos que le cerraron puertas y que lo mofaron hasta el cansancio. Fue objeto de catarsis de muchas personas y ahora sentía que tenía un gran libro entre las manos. Tenía por fin su libro. Pero no era tan así, pensó. No era solamente de él, no era Gregorio y nada más. Estaba ella. Su puta musa. No, no, no, no. No debía quedar así. Sus críticos se lo atribuirían a ella. Él moriría algún día y hablarían en el mundo entero de la persona que lo inspiró para escribir palabras tan extraordinarias. No lo soportaba, el libro estaba apilado a un costado de la máquina de escribir y sin embargo el escritor seguía sin dormir.
Se escuchaba la orquesta afuera. Gregorio se puso las botas y se levantó de la cama sudada. Salió de la cabaña con la máquina en una mano y caminó hasta la que hospedaba a su musa inspiradora. Que realidad absurda la que tiene a una musa en una habitación de motel. Abrió la puerta y ella no se despertó. Gregorio la miró con firmeza y dejó caer una lágrima en el piso de madera oscura. Apretó con fuerza la máquina y la alzó sobre su cabeza dejándola caer sobre la de una musa. El sonido agudo del límite de página aturdió en el silencio de la noche. Segundos después salió de la cabaña sin alfombra, con paso extraviado y sus botas manchadas de sangre y entrañas. Volvió a su habitación para tomar las hojas producidas que ahora se teñían de rojo. Gregorio caminó torpemente en dirección a la ruta y al llegar allí miró hacia atrás. En la oscuridad de la noche no veía más que un cartel de neón y la silueta de un bosque de árboles negros.