martes, 12 de diciembre de 2006

26 / 6 / 2030.

Contra todos los incrédulos y los pronósticos, la selección uruguaya de fútbol iba a disputar una final de la copa del mundo. El país entero se había paralizado por lo que se lograba y en mi casa no era la excepción. Aquel día me levanté religiosamente temprano. Las ocho de la mañana marcaba el reloj que tenía en un banquito de madera a un costado de mi cama junto con un vaso de agua y un paquete de galletitas dulces abierto desde hace ya un par de noches. A pesar de todo algunas cosas ciertamente no cambian, me puse championes y salí a hacer los mandados que usualmente odiaba hacer pero hoy era diferente. Caminé una cuadra hasta el almacén de Mario, me acerqué al mostrador y pedí media docena de huevos blancos. Mario todavía usaba papel de diario para envolver y aún tenía una vieja balanza que quizás fuera de su padre o de su abuelo. Los cajones de madera casi negra guardaban las frutas y verduras que las señoras de la cuadra venían a comprar. Algunas veces, en días bastante ociosos me sentaba en el cordón de enfrente al almacén y escuchaba a Mario pelearse con las viejas por un peso o dos de un kilo de manzanas. Estiré las dos manos hasta alcanzar el mostrador y tomé la bolsa con cuidado. Con el objetivo cumplido volví a mi casa, dejé la bolsa sobre el mármol de la cocina y corrí hacia el sillón que estaba justo delante de la televisión.
Con el partido por comenzar los corazones se aquietaron, la calle quedó en soledad, nada iba a interrumpir la santidad que imponía una ocasión de tal magnitud. Muchos desconfiaban de su clasificación a la segunda ronda pero a medida que los celestes avanzaban, la gente empezaba a ilusionarse con la posibilidad de alzar la copa. No pretendo entrar en detalles de lo que sucedió aquel día. Había sido seguramente el día más importante en la vida de muchas personas. Uruguay había caído derrotado en la final de la copa del mundo. La pantalla del televisor parecía quebrarse mientras se escuchaba el pitazo final de un árbitro que nos mataba en tierras europeas. Incontables deben haber sido los televisores que no sobrevivieron aquella tarde. Miles de corazones explotaron, algunas personas no habían vuelto a decir una palabra desde entonces. Algunos comercios cerraron sus puertas, otros decidieron emigrar. Al día siguiente de aquel funesto suceso, el gobierno había emitido un comunicado prohibiendo la continuidad del fútbol como deporte oficial del país además de su práctica. El fútbol había muerto. A muchos les llevaría algunos años superar aquella decisión. Quizás fuera lo que se debía hacer para evitar mayores tragedias. Recuerdo que en mi casa me prohibieron jugar al fútbol hasta el día de mi muerte, así me lo habían dicho. Mi padre sufrió mucho luego de aquel día, su salud empeoró y luego de unos años simplemente se fue dando por vencido. Mi madre había sido la menos afectada, pero jamás volvió a sonreír como lo hacía antes.
Unos días después volví a salir a la calle. Me senté en el cordón de la puerta de mi casa y miré hacia los costados. Esa tarde entendí lo que era perder de verdad. No podía imaginar lo que sintieron los once de que aquel día. El barrio había cambiado. Las viejas no barrían su puerta, Mario había abandonado el almacén y los demás niños de la cuadra ya no jugaban al cordón. Los árboles habían adoptado una posición de tristeza que nunca se repuso. Nadie podía creer lo que había sucedido, los diarios lo llamaron el día más trágico en la historia nacional. Miles de almas habían sido destruidas por una pelota. Unos tantos pensaron que no debíamos de haber llegado a esa instancia y que de haber conseguido el título de campeones hoy seriamos parte del primer mundo del fútbol. Algunos incluso se culparon a si mismos con la razón de que no hicieron lo que debían, que las cábalas de un momento a otro dejaron de funcionar. Culparon a sus esposas por lavar los calzoncillos que habían utilizado la última vez que habíamos ganado, o que se habían puesto las medias equivocadas. No puedo contar cuántas fueron las razones que escuché durante el correr de los años pero ya nada cambiaba la historia.
Aún me causa tristeza recordar aquellos tiempos. Guardé durante algunos años los recortes de diarios en los que se mencionaban los intentos por restaurar el deporte a su lugar. El fútbol había dejado de existir. Las señales de televisión que emitían los campeonatos europeos fueron censuradas y las canchas que poblaban los paisajes del país fueron tapadas y clausuradas. Durante mucho tiempo vimos a varias maquinas arrojar tierra sobre el campito del barrio. Todo había terminado.
Uno de los países más futboleros del mundo se había quedado sin su sangre. Todos pensaron que era imposible vivir en un lugar sin fútbol, pero así fue. Sólo quedan detalles, historias mínimas de un pasado lejano. Algún póster sucio, casi marrón del mundial del ‘90 colgado en una vieja pared. Un álbum de figuritas en el fondo de un baúl. Una foto en blanco y negro con mi viejo y una pelota de fútbol bajo mi pie.

miércoles, 18 de octubre de 2006

De putas y copas.

Ahí estaba ella con su cuerpo desnudo reposado sobre un apolillado colchón. Sus ojos aun cerrados y su pose de antigeisha ocupaba las dos plazas y una sábana de color salmón le cubría la piel, aunque la agitación había dejado su torso descubierto. Haciendo girar la dorada perilla abrí la ventana intentando encontrar algo fuera del humo denso, la luz tenue, las copas y una nueva flor. Volví la mirada y sentí la suya clavada en mi. No dijimos nada, no teníamos por qué. No había palabras entre las distancias de dos cuerpos ajenos.
Las uñas pintadas carmesí finalmente tocaron el suelo y se acercó con un cigarrillo en la boca hasta sentir sus senos en la espalda. No importaba lo que hiciera, el espacio entre los dos estaba allí y estaba bien. ¿Podría decirle algo sin lastimarla? Dos pasos quitaron el roce de nuestros cuerpos y hablaron en un grito. Mis dedos sintieron los suyos y tomé el cigarrillo, pitando para no tener que decir algo pero ella ya sabía que debía irme. El humo llegó hasta el suelo y subió entre los dos. Un ángulo de la cama sirvió de asiento y las ropas cubrieron mi piel ésta vez. Sus ojos miraban por la ventana perdidos. La habitación se sintió pequeña pero ya no importaba. De una vez la sangrienta copa se vació en mi boca y una mano alcanzó unos billetes al fondo del bolsillo. El final del día marcaba más que eso y los mundos regresarían a su lugar común; era común, pero alcanzaba.
Ella miró y no dijo nada. El papel volvió a caer sobre la mesa y la puerta, detrás de mi, volvió a cerrarse. Nuestros cuerpos serían de otros y aquella habitación seguiría siendo nuestra.

viernes, 25 de agosto de 2006

Árboles negros.

Gregorio salió del baño goteando desde la cara el agua fría y cuestionablemente potable que lo mantenía lúcido. Se sentó frente a la máquina de escribir y comenzó a golpear con fuerza las letras moviendo sus dedos de manera autómata. La cabaña estaba en silencio aunque el furioso sonido de las palabras resonaba afuera en el bosque. Las ideas le llegaban como las gotas de café que se cuelan en una cafetera. Sentía que esta vez realmente iba a escribir lo que sus envidiosos críticos llamarían algún día su “Obra Maestra”, su “Masterpiece”. Realmente sentía que lo lograría. En medio de esa verborrea mental el teléfono sonó impertinente. Gregorio resopló mirando hacia abajo. Atendió haciendo notar su malestar. El conserje le avisó que la cocina estaba abierta y que podía pasar a cenar si así lo deseaba. Gregorio agradeció la molestia. Se sentó en la cama dura y miró la hoja apretada a medio llenar en la máquina. Estaba lejos de casa pero así era mejor. Los grandes escritores escriben en soledad dijo algún idiota al que le había hecho caso en una estúpida convención. Ahora lo sabía. ¡Que idiota! pensó para sí mismo. Ya estaba ahí de cualquier modo y lo mejor sería seguir con lo que estaba haciendo sin dudar de sus capacidades. En definitiva había manejado casi seiscientos kilómetros para llegar a ese lugar cuyo nombre ignoraba y ya le había consumido mucha gasolina. Por lo menos debía hacer valer el gasto. No era un tipo infeliz, simplemente uno con objetivos. Se rió para sí mismo; ni siquiera podía dar crédito de lo que pensaba, sus esfuerzos mentales le causaban gracia. Era por algo que había llegado hasta allí, se convenció mirando fijamente la ahora silenciosa máquina de escribir. Se levantó de la cama con autoridad. Tomó un abrigo de un gancho en la pared y abrió la puerta mirando la máquina antes de cerrar y salir de su habitación. Ya estaba ahí. Qué más daba.
Caminó por el predio del motel hasta llegar a las oficinas en donde estaba el comedor. Se sacudió el agua de rocío antes de entrar y se limpió el barro de sus botas en una alfombra que no cumplía con la labor que deseaba Gregorio. El comedor estaba bastante poblado derrocando las apariencias que tenía de estar sólo en este lugar. Se sentó en una mesa cercana a una gran estufa de leña que estaba encendida y sin duda le haría bien para la gripe que estaba desarrollando. Atentamente miró unos segundos el fuego que lo hacía pensar en por qué la gente reflexiona ante fenómenos naturales relajantes o caras de niños en los ómnibus. No lo entendía. -¡Señor!- Dijo por segunda vez el mozo sacando a Gregorio de su aparente concentración. Lo miró sonriendo patéticamente y ordenó un whisky. Eso es lo que toman los escritores, pensó; nunca le gustó el whisky pero debía ayudar a las apariencias. ¿Qué clase de persona frena en un motel de este tipo? Miró los rostros de los demás comensales. En las películas estos moteles son los favoritos de asesinos que sufren de alguna clase de enfermedad psicológica como psicosis paranoide o cosas peores. Gregorio tomó un sorbo de su escoses antes de imaginar como todas esas personas morían horriblemente a manos del conserje demente. Ahí tienes una historia, pensó. Maldito Holywood, nos arruinan la experiencia a todos. El mozo vestido en un impecable uniforme se acercó a preguntar si deseaba algo más pero Gregorio decidió que quizás se sintiera mejor en su habitación y pidió una botella de vino para llevarse consigo. Un buen trago podría ser la mejor solución a sus problemas imaginativos. Terminó su whisky y salió del comedor.
El aire frío lo despertó de un golpe. Miró alrededor. Algunos autos quietos en el frío y uno llegando mientras caminaba hacia su habitación. Traía las luces altas, odiaba eso. Una mujer bajó del auto pero la niebla que empezaba a asentarse no le dejaba ver con claridad. Empujó la puerta que tenía dificultades para abrirse; entró y zapateó el piso de madera para desprenderse de la tierra que traían sus botas.
El bosque descansaba en plena orquesta. Las aves se miraban entre ellas llamándose la atención con ruidos extraños. Los árboles aunque incondicionalmente se mantuvieran en su lugar danzaban armónicamente en compañía del viento. Alimañas y otros bichos correteaban de un lado para otro en un juego cómplice de gato y ratón. El motel parecía una postal de una película de Hitchcock. Un grito rompería el silencio de la noche asustando a Gregorio haciéndolo estremecerse.
Abrió repentinamente los ojos. La habitación oscura se iluminaba con los rayos de luna que se colaban por la ventana. El escritor insomne se sentó en la cama apoyando sus brazos sobre sus piernas. Miró la máquina de escribir, luego hacia fuera y se volvió a dormir. No había razones para permanecer despierto divagando entre pensamientos inútiles que lo único que lograrían hacer sería mantenerlo despierto hasta entrada la mañana.
Las mañanas eran hermosas a los pies del bosque de aquel lugar. Gregorio decidió caminar un rato para despejar su cabeza y retomar el libro más tarde, quizás luego de bañarse. Su gran campera lo hacía caminar en un movimiento de campana que lo hacía reír. Llego hasta la ruta desierta que no parecía la misma que lo había traído hasta aquí. Un auto pasó. El conductor miró fijamente la figura del desubicado escritor a metros de la calle, Gregorio se sintió insultado por la mirada de ese hombre y decidió retomar sus pasos y volver al motel. Quizás fueran los incontables kilómetros de ruta desierta, y de pronto un escritor al costado del pavimento lo que le llamó la atención. Maldito idiota. Entró en las oficinas y habló unos segundos con el conserje. La cocina no abriría ese día pero el comedor estaría a disposición, al igual que el bar. Decidió volver hasta la ruta y caminar dos kilómetros hasta una estación de servicio que estaba más allá de la entrada del motel según la información que había recibido. Se cansó luego de los primeros quinientos metros pero sabía que si no iba hasta allí no tendría nada para comer a la noche. Un escritor no puede escribir con el estomago vacío. Quizás si; pero lo haría enojado y terminaría por escribir algo de lo que se arrepentiría.
No estaba seguro de lo que lograría con este viaje. Quizás el libro no debiera escribirse jamás y por algo suceden las cosas, pensó. Llegó pronto hasta la estación notando que la ruta se hacía más ancha en este lugar. Un señor cuidaba (o se podría decir que cuidaba) sentado en un cajón de cerveza, cruzado de brazos y seguramente dormido, o algo más grave. No quiso indagar de más. Entró rápidamente en el establecimiento sintiendo un alivio inmediato. Tomó una botella de cerveza de una heladera y un aperitivo de una de las góndolas y procedió a dirigirse a la caja para pagar por lo que llevaba. Le parecía una situación poco digna de un escritor, pensó, pero ya no había más que pensar. El empleado puso descuidadamente la compra dentro de una bolsa y se lo entregó a Gregorio que no dudó en agarrarla y retirarse lo antes posible.
De vuelta en el motel Gregorio juntó la voluntad necesaria para sentarse a escribir. La máquina seguía allí, esperándolo, impaciente por ser golpeada. Sentía una especie de sadomasoquismo intelectual en su vínculo. Pasaron los minutos y luego las horas y ni una sola idea entraba en la cabeza del frustrado escritor. Decidió destapar la botella que guardaba en la pequeña heladera en un rincón de la cabaña e intentar relajarse con algo de alcohol. Sin mucho esfuerzo Gregorio terminó por emborracharse y ya no estaba sentado a los pies de la máquina de escribir; el aire fresco lo recuperaría aunque pensó que era una exageración que una botella de cerveza lo tuviera así. No le importó. Bajó la mirada unos segundos para volverla a levantar de un impulso. Un auto llegaba. Era el mismo de la noche anterior. Ella se bajó y se metió en el comedor. Gregorio hizo lo mismo intentando averiguar quién era esa persona. Limpió sus botas en la alfombra sumisa. Tomó una silla y se sentó a una distancia considerable del mozo y le ordenó un whisky sin despegar la mirada real de la figura de aquella mujer. Una mezcla de palabras se le subió a la cabeza. No entendía por qué estaba pensando en otra cosa. Dejó su whisky intacto en la mesa y volvió a la cabaña. De pronto no le costaba tanto sentarse a escribir. Simplemente se sentó allí y escribió. Una página, dos, cien. Pasaron mañanas y tardes y noches y Gregorio no se levantaba; todo estaba en esas letras, el hambre, el sueño, el alcohol, una mujer, su musa inspiradora. Todos esos años pensando en el fracaso. Se reiría después de aquellos que no creyeron en Gregorio Hagopián. Aquellos que le cerraron puertas y que lo mofaron hasta el cansancio. Fue objeto de catarsis de muchas personas y ahora sentía que tenía un gran libro entre las manos. Tenía por fin su libro. Pero no era tan así, pensó. No era solamente de él, no era Gregorio y nada más. Estaba ella. Su puta musa. No, no, no, no. No debía quedar así. Sus críticos se lo atribuirían a ella. Él moriría algún día y hablarían en el mundo entero de la persona que lo inspiró para escribir palabras tan extraordinarias. No lo soportaba, el libro estaba apilado a un costado de la máquina de escribir y sin embargo el escritor seguía sin dormir.
Se escuchaba la orquesta afuera. Gregorio se puso las botas y se levantó de la cama sudada. Salió de la cabaña con la máquina en una mano y caminó hasta la que hospedaba a su musa inspiradora. Que realidad absurda la que tiene a una musa en una habitación de motel. Abrió la puerta y ella no se despertó. Gregorio la miró con firmeza y dejó caer una lágrima en el piso de madera oscura. Apretó con fuerza la máquina y la alzó sobre su cabeza dejándola caer sobre la de una musa. El sonido agudo del límite de página aturdió en el silencio de la noche. Segundos después salió de la cabaña sin alfombra, con paso extraviado y sus botas manchadas de sangre y entrañas. Volvió a su habitación para tomar las hojas producidas que ahora se teñían de rojo. Gregorio caminó torpemente en dirección a la ruta y al llegar allí miró hacia atrás. En la oscuridad de la noche no veía más que un cartel de neón y la silueta de un bosque de árboles negros.

martes, 25 de julio de 2006

Cuento. (Bar 1)

Primer capítulo.

Logré recuperar el aliento. Sentí la carga de una malévola parca a mi costado como queriéndome llevar con ella por alguno de mis mal pasos por la vida. El frío nocturno no tardó en despabilarme y me encontré de torso encorvado, en un cordón de una vereda, de algún lugar, aún con una botella a mi lado. Allí contemplaba la vista de mi mismo cayendo hacia algún lugar inhóspito, en donde las cosas que pasan por la mente no tienen sino la intención única de acechar el trascurso del resto de la noche. El oscuro asfalto era lo único que mantenía mi vista centrada en un universo sólido. Momentos de ausencia del alma me hacían ver todas las cosas que habían sucedido y que mi mente exponía ante una racionalidad no apta para generar un pensamiento coherente. ¿Qué justicia había en observar la calle y la punta de mis pies con el detenimiento preciso para no perder la sensación de realidad? ¿Acaso fue algo que dije? No lo sé.
Intenté pararme y caminar. Una brisa gélida en mi rostro parece ser el pequeño gesto de misericordia de la tormentosa noche. De repente y sin aviso me ataca el recuerdo de miles de luces, codos embriagados y almas superficiales, todas moviéndose al ritmo de una música que les es ajena y que aún resuena dentro de mi cabeza. Y por supuesto, su cara, entre el vaivén de tantas luces, su hermosa cara.
Nuevamente la brisa gélida que divide lo real de lo aparente me devuelve a la ciudad. Pude ver una luz sobre el techo de un auto. Necesitaba escapar de los fantasmas, huir de tener que decir cosas de las que me iba a arrepentir. Mi mente desarrollaba la situación y ninguna de esas veces concluía con un final feliz. El vidrio de la ventana del auto designado para la huida deformaba mi reflejo. Intenté mirar a través, pero no pude ver más que mi melodramática figura. Descansé mi cuerpo en el asiento de cuero negro e indiqué mi destino con voz de resignación. No lograba contenerme, me vi completamente abrumado por el recuerdo inevitable de una nueva derrota. Mi frente se apoyó de costado sobre la ventana, giré con esfuerzo una manija y bajé el vidrio para dejar entrar aquella brisa que hacía de cable a tierra. Debí intentarlo, su cara entre las demás, debí decir algo pero no puedo, otra vez, todo de nuevo, historia repetida a la que no logro dar final. Mi mente murmuraba cosas sobre las cuales no tenía control alguno.
Los postes de luz pasaban uno a uno, iluminándome, manteniéndome en el asiento, juzgándome. El conductor anónimo aparecía fugazmente en el retrovisor, inconsciente de lo que pasaba por mi cabeza. ¿Sería mi vida más fácil si fuese otra persona? No es la intención desechar mi dignidad por muy poco que quedara, quizás el sueño ayudaría a recuperar algo de lo perdido.
Con un grito flojo el auto se detuvo, pagué por el viaje y pocos segundos después me encontré en una calle conocida y me arrepentí. Quizás debí acercarme y decir algo, nunca lo sabré. Lentamente comencé a caminar. Saqué las llaves de mi bolsillo, abrí la puerta y entré mi deplorable ser. Me acosté, cerré los ojos empañados y dejé que el tiempo se encargara del resto. Antes de pasar a otro estado me invadió una desbordante noción de realidad. Ella no era para tipos como yo, definitivamente no.

Segundo y último capítulo.

Acabo de tener la sensación de que la vida no da las vueltas interminables que parece dar. La mañana sirvió de calmante para dejar atrás un patético episodio. Debía repensar hacia dónde estaba yendo, cuál era el camino a seguir para salir de una vez de la descorazonada barra de un bar que sin culpa guarda miles de penas de tantas personas mejores que yo.
Finalmente decidí levantarme. Puse los dos pies firmemente en el piso de mi pequeña habitación. Las dos manos sobre mi cara no daban crédito de lo sucedido pero debía enfrentar, nuevamente, una realidad absurda. El espejo honesto no hacía más que derrumbar la imagen de heroísmo que había logrado crear con el esfuerzo de salir de la cama. Refresqué mi cara con agua y miré fijamente el reflejo de mi rostro como buscando alguna respuesta. Serví un café tan negro como la noche anterior y me senté en un sillón de dos cuerpos a reposar el peso de la noche.
Miré un largo rato por la ventana. El sol de la tarde entraba por un rincón, haciendo que la habitación cobrara un tono amarillento y me acomodé para que me pegara en la cara. Cerré los ojos y los volví a abrir con una grata sensación de resolución. Inmediatamente tuve la necesidad de ponerme a escribir. No supe bien por qué. Una historia propia. Quizás le diera el final que siempre debió tener.

jueves, 25 de mayo de 2006

Ella.

Hay quienes creen y hay quienes no. A mí siempre se me dio por no creer. Pero esa vez… esa vez fue distinto. Aquel miércoles de setiembre me desperté diferente, o al menos eso comencé a pensar luego de unos años. Con el paso del tiempo analicé ese día una y otra vez pero fue perfecto. Fue malditamente perfecto.
El despertador había sonado a la misma hora ya desde hace un año y medio cuando había comenzado a trabajar en una oficina en la Ciudad Vieja. Mis viejos habían salido por lo que ninguna voz entrometida había interrumpido la rutina de la mañana. Me levanté de la cama, me afeité con jabón en lugar de utilizar la recomendada crema de afeitar. Creo que el jabón irrita la piel. Me sequé el rostro. Me desvestí y me metí en la ducha. Minutos después bajé los 14 escalones que tiene la escalera que lleva a la parte baja de la casa y me dirigí a la cocina a prepararme un café con lo que quedaba en una antigua lata que era de mi abuela, y que se usaba para conservarlo. No sabemos si eso le cayó muy bien pero ya no es momento de pensar en eso. Allí iba el café.
Aquella mañana había sido muy parecida a las demás, sólo que con el tiempo se fue haciendo extraña. Hoy creo que fue extraña. Armé una mochila y me fui a trabajar. Caminé los 127 pasos que hay desde la puerta de mi casa hasta la parada del ómnibus. Pero ese día fue diferente y no llegué a tiempo. Nunca se sabe cuánto puede demorar en pasar el próximo. Esperé un largo rato y decidí subirme a uno que tenía un destino alterno pero que me dejaba relativamente cerca. Mientras pagaba por el viaje buscaba con una mirada fugaz un asiento para soportar el viaje. Muchas veces viajaba parado, pero éste era un ómnibus diferente al mío. Hay algunos que tienen sobre la derecha, mientras se camina hacia el fondo del coche, una fila de asientos unitarios, mientras los demás asientos vienen de a dos. Elegí uno para mí sólo y me senté. Recuerdo que el cielo de aquella mañana había estado algo nublado y que se había despejado de a poco. El sol entraba por una rendija de la ventana y me daba en la cara. Aún no era primavera y aquel rayo había calmado el frío y me había hecho dormitar unos minutos. Casi una hora más tarde arribé a aquel destino que no era el mío. El ómnibus me escupió hacia la vereda. Comencé a caminar por un lugar en el que los edificios se erigen como grandes dientes y todo se hace un poco más pesado. Cientos de personas respiran el mismo aire que parece agotarse hasta que se llega a una esquina y el viento del mar no muy lejano alimenta la sensación de que no todo es tan malo.
Entre muchos rostros tan distintos y demasiados pies tan inquietos, aparece un brazo, en un movimiento abrupto, y me entrega un pequeño papel que tomo en un gesto inmediato de curioso desinterés. Sin parar de caminar bajo la vista y observo un nombre mal impreso. Frené mis pasos y giré mi cabeza con violencia para poner la mirada en el improbable mensajero de algo que él no podría saber. Arbitraria y equívocamente repartía un trozo de papel que hasta ahora había captado solamente mi atención.
Aquel acto de sospechosa divinidad la había hecho regresar a un encumbrado rincón de mi mente. Hacía ya unos meses de la última vez que la había visto caminando y saludándose con gente que era de su círculo, seguramente de la universidad. Abrazaba unos cuantos libros y hablaba con ellos. Ella es hermosa, cabello negro, ojos algo verdes que cambian de color dependiendo de la cantidad de luz que haya. Ese día tenía unos jeans y un buzo de lana verde. Siempre me gustó su forma de vestir.
Busqué la dirección que aparecía en aquel papelillo. Caminé unos metros, fallé en dar con el número, regresé sobre mis pasos hasta dar con la puerta indicada y me detuve para pensar. A veces es sorprendente la simplicidad que pueden tener las cosas. Sólo en nuestras mentes tendemos a complicar los asuntos que nos importan. Subí un escalón antes de aprontarme a hacer sonar el timbre. Toqué el botón que estaba justo sobre mi hombro izquierdo y rápidamente atendió una voz joven. Me hizo pasar y pronto nos encontramos él y yo en una habitación fría, azul, con cajoneras de metal. Archivadoras creo que es el rótulo correcto, dignas de algún ente público y sus interesantes salas de espera. La parte baja de las paredes de aquella eran de un azul algo más oscuro que la parte superior. Estoy hablando del azul que tenían esas heladeras antiguas que se abrían con una suerte de gran pestillo de metal. Su rostro casi ni se movió y sin embargo preguntó qué me había traído hasta aquí. En un acto reflejo extendí la mano sosteniendo el pequeño papel que me había llegado de algún colega suyo. Subí la mirada y lo miré esperando una respuesta. Estaba envestido en un uniforme perfecto, su color se mezclaba con la habitación y su pálido rostro parecía flotar en el aire. Sin gesto alguno dio por sentado que yo sabía a lo que había venido. Tomó un formulario de una archivadora. No hizo preguntas. Simplemente empuñó un lápiz y firmó mi sentencia. Cruzamos hacia una habitación contigua por una puerta que no se camuflaba con el resto de la misma. Me invadió una sensación inquietante que me tensó los músculos del cuello impidiéndome tragar mi saliva. En este nuevo cuarto había una silla y un televisor. Tranquilo, el empleado me encomendó a sentarme. Lo hice. Él dejaba la habitación dejándome en una soledad molesta. Las luces se apagaron.
Pocos minutos después, ya fuera de ese lugar, me detuve unos segundos antes de cruzar la calle. Aquello me había tomado por sorpresa sin dudas. No quería pensar. Ella iba a ser mía.
Unos meses después había recibido una invitación para una fiesta, una especie de evento para gente mejor que yo. Preparé unos harapos de gala y fui. No suelo ir a este tipo de cosas, especialmente sólo. Pero pronto el lugar y las caras comenzaron a resultarme aterradoramente familiares. Traté de disimular mi nerviosismo. Me acerqué a la barra y pedí un trago fuerte. Comencé a sudar. Odio sudar. El recuerdo de aquella habitación y aquel televisor había venido rápido y sin aviso. Yo le hablaría y ella me escucharía. No es que sea raro que las mujeres me escuchen, pero no sería la primera vez que no lo hicieran. Esta vez sería mía. Luego de unos minutos, detrás de las caras y las parejas que se movían con la música, apareció Lucía. Mis ojos se clavaron en los suyos y me acerqué. Su aroma era delicioso, olía a margaritas. Sin casi darme cuenta me encontré delante de ella, rodeada de sus amigos que me observaban atentamente esperando que yo dijera algo. Algo importante. Abrí la boca y lo próximo que escuché fueron risas. Carcajadas burlonas. No entendí, debía ser diferente. Debía ser mía. Volví por donde había venido y me fui. No lo soporté. Al llegar a mi casa llamé desesperadamente al número que aparecía en el pequeño trozo de papel pero el lugar ya no existía. Aparentemente nunca había estado allí. No valía la pena ir hasta allí, menos con mi suerte.
Esa noche entendí que aquel día había sido diferente. Todo se había dado de forma tal que yo estuviera en ese lugar y ella se riera de mí. Con el paso del tiempo analicé ese día una y otra vez, pero fue perfecto, fue malditamente perfecto.
Luego de aquel episodio el tiempo pasó más lento. Esperé, sin encontrarla otra vez, pero esperé. Luego de unos años conocí a una mujer. Eventualmente quisiera decir, pero no fue una cuestión de causalidades. El tiempo tuvo un efecto en mí. Ya no me siento muy bien. A veces me siento mal. En ocasiones me preguntan por ella, pero no sé qué decir. La conocí en la puerta de mi casa. Ella compraba frutas en el supermercado de enfrente y yo compraba crema de afeitar. Subimos, tomamos un café y desde entonces nunca más se fue. Su nombre es Laura. Es linda y callada. Quizás sea momento de decirle que ella no es real.