lunes, 29 de septiembre de 2008

Un millón de maneras de acabar con el mundo

Jueves 25 de Setiembre:

En la parte inferior de esta misma pantalla, en el pequeño contador interminable, aparecía el número 499 como si se quisiera ir, como si no perteneciera.
De inmediato me comuniqué con uno de los lectores para que fuera el número 500, para que ese 499 tuviera la vida que debía tener. Un breve instante de incomodidad en la ansiedad del administrador y escritor de este blog que sólo quería ver cambiar el número. Unos minutos después esa persona se convirtió en la número 500.

Es un número raro, parece mucho, o por lo menos a mí me parece mucho. No puedo evitar pensar en 500 tornillos, o 500 enanos con paraguas, o 500 sandwiches de jamón y queso, o 500 canales en la canalera, o 500 puntos en la tarjeta del super.
Hay páginas en algún otro lugar del universo internetiano que tienen millones de visitas diarias. Un millón de puntos en la tarjeta del super no es viable, no se puede comprar tanto como para sumar todos esos puntos. Podés canjear todas las cosas de la última página del catálogo de regalos, esos que valen muchos puntos, esos que sólo miramos.
Sí podría vivir con la posibilidad de poseer un millón de millas de viajero frecuente. Podría recorrer el mundo, pasar la mañana en una playa de Brasil y la noche -del día siguiente- en París.
Algo con lo que ningún ser humano podría vivir es con un millón de canales en el cable. Sería infernal, sería el final del zapping, se convertiría en una tortura. Podría demorar días en recorrer todos los canales y a mí no me engaña nadie, porque ponele que tengo 60 canales de cable y la mayoría de las veces no hay nada decente en ninguno y termino mirando bailando por un sueño en un canal de aire.

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A los 500 que han dedicado algunos minutos en leer alguno de estos cuentos, Muchas Gracias.

Y a la número 500, algún día seremos libro.

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viernes, 19 de septiembre de 2008

Instrucciones para llorar (Julio Cortazar)

Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.

viernes, 12 de septiembre de 2008

El mufa

Eran casi las 17:30 cuando se sentó en la tribuna del Estadio. La tarde era fría y se iba a poner peor. La gente entraba a borbotones por las puertas que daban a la gran cancha verde desde antes que él llegara. La sensación de soberbia y solemnidad de la construcción de cemento era inevitable y le había llenado el cuerpo con una extraña energía, casi mágica.
Se había acomodado en el pequeño asiento a pocos minutos del comienzo del partido que miles de personas estaban a punto de presenciar junto a él. En su tribuna cantaban cientos de personas que arengaban la próxima salida del equipo celeste que estaba por saltar a la cancha. La espera no fue mucha, la primera cabeza de los once se asomaba por el túnel cuando los papelitos, el humo, los gritos y la alegría se mezclaron con el aire frío al salir del cuerpo. Los equipos estaban en la cancha y sólo quedaba esperar al ansioso pitido del árbitro designado para la ocasión y una vez que eso sucedió los minutos comenzaron a irse con facilidad, como si el tiempo ya no fuera controlado por los relojes y las agujas sino por los nervios de las 50.000 personas que miraban atentos el rodar desprolijo de la pelota.
Él miraba hacia arriba, hacia los costados y otra vez a la cancha. Rezaba un poco, entre insultos e improperios a casi todos los actores en el campo de juego. El 0 no se movía y quedaba poco para meterse en los 15 minutos de la peor espera. Los ataques de la celeste aparecían de tanto en tanto pero sin concluir con efectividad en el arco rival. Los de la mitad del mundo se defendían y usaban el tiempo que los otros 50.000 perdían para que la pelota permaneciera afuera de la cancha la mayor cantidad de tiempo posible. De pronto, el árbitro, casi parado en el centro del campo extendió los brazos y marcó el final del primer tiempo. Todos se pararon, en un acto inverso que suele repetirse en este tipo de ocasiones en que las personas quisieran pararse para ver el juego y sentarse en el impaz, cuando realmente hay que esperar. La eternidad de ese tiempo lo ponía nervioso y otra vez miraba hacia arriba y hacia los costados y otra vez a la cancha, esta vez vacía.
Se agotaba el tiempo nefasto y volvía el ritual del túnel que hacía un rato había hecho explotar en alaridos a los observadores. Los equipos estaban una vez más, por última vez en la cancha para otros 45 minutos de intentos por romper el 0 en el marcador.
La pelota volvió a su nervioso ritmo de idas y venidas por el césped. El 0 seguía ahí, impertinente, atrevido, entrometido. Era nuestra cancha. La misma que veíamos de chicos desde esos mismos asientos o a través de la pantalla de un televisor o desde un bar. No podía ser, no podía, pero lo hacía. De lejos, de cerca, desde la esquina, por los costados, por el medio, de cabeza, con lo que fuera. La pelota estaba decidida a no entrar.
No quedaba mucho en el reloj y el final se acercaba con vehemencia aunque nadie lo quisiera recibir. Estábamos en la cornisa de empatar en casa, de empatar en nuestro territorio. Lo que nadie esperaba iba a suceder en cuestión de segundos. Estaba destinado a suceder.
Se fueron los minutos, que en otra ocasión pasaban casi desapercibidos. Pero esa noche cada segundo, cada minuto le dolía. A veces se iban en una espera de ómnibus, en una película, en el trabajo, en el fin de semana, pero se iban así nomás, sin preocupar. Esa vez fueron tortura, sudor, vergüenza ajena, malestar, decepción y otro montón de cosas que no quiso sentir pero sintió.
El partido había terminado y se quedó mirando la cancha mientras los que no pudieron se retiraban lentamente. Empezó a preguntarse muchísimas cosas. ¿Sólo él había pasado por ese mal momento? ¿Los otros miles habrían explotado en un grito de gol en algún momento y él no se había enterado? Quizá los diarios del día siguiente dijeran que Uruguay había ganado pero él lo vería por siempre como un pobre empate. 0 a 0 era su resultado y no el de todos. Los demás podrían comentar el partido como una victoria y él estaría condenado a escuchar diferente las cosas, a vivir lo peor. Teníamos un quinto puesto en la tabla para el Gran Evento y el había sido el culpable de eso que tenían que vivir millones de personas. Las dudas eran esas. Él no creía que fuera posible que por una eternidad fuera a suceder lo mismo, porque en veces anteriores se había ido con el pecho lleno de orgullo por su equipo, lo había visto ir al Mundial.
Al otro día quizá se sintiera más tranquilo, más convencido. De lo que no tenía dudas era que iba a volver a ir al Estadio.


Para Ramiro, que dice que ese soy yo.

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