miércoles, 26 de septiembre de 2007

Alberto.

Alberto no estaba muerto. Todavía convulsionaba en el suelo cuando entré en la habitación. Sus ojos inmensos miraban con desesperación y calma. Era un mar esperando una tormenta. Sus manos estaban frías y temblaban. No me dijo nada, no quería ayuda. Me senté a unos metros de él y observé. Quiso hacer un esfuerzo y tosió escupiendo un chorro de sangre que llegó casi hasta mis pies. Ya no podía mirar, quería irse y yo no podría hacer nada.


1

Yo vivía con mi madre y con mi hermano Alberto. Él era un tipo tranquilo, de esos que se divierte con poco y que disfruta de las cosas pequeñas de la vida. Un hippie diría mi vieja que estaba enferma; hace unos años le habían descubierto un tumor en el cerebro y desde entonces su cabeza hizo click. No la culpo, quizás yo hubiese hecho lo mismo, click, y listo, solucionar tantos problemas de un solo “click” y que el resto caiga en manos de otra persona, o sea, de mi. Alberto en aquella época comenzó a pasar mucho tiempo encerrado en su habitación escribiendo y yo entraba cada algunos días para asegurarme de que estuviera bien, que estuviera vivo. Había tenido unos problemas con una antigua novia hacía unos meses y desde entonces y desde lo de mamá que no dice absolutamente nada. Yo tenía una habitación entre la de Alberto y la de mamá. Algunas noches se ponían interesantes y otras no se sentía absolutamente nada, lo que podía ser bastante peor.
Desayunábamos juntos, a veces, cuando nos cruzábamos en la cocina y los tres nos tomábamos un café con leche sin decir una sola palabra. Nunca me quejé, no me gusta tanto socializar durante las pequeñas horas de la mañana aunque si salía algún tema de conversación en la mesa tampoco odiaba participar. Claro que era yo el único que haría la “participación” el resto siempre era oyente. Me acuerdo de mis épocas de oyente en la facultad. Nunca entendí que quería decir, ¿Éramos todos oyentes o solamente yo? En fin, fue un época corta de mi vida. Alberto salía conmigo en aquel entonces, bares, algún boliche. En uno de esos conoció a su novia Isabel. La que luego tendría problemas con él y él con ella. Alberto bailaba solo, no porque le gustara, bailaba solo. Yo también, pero siempre tenía que iniciar las conversaciones de Alberto con las mujeres. Supongo que en algún lugar del camino agarré la práctica. Se pasó toda la noche hablando con las mujeres que le fui consiguiendo, no me dejaba nada, era como una maquinita. Me gustaba verlo así, contento. Esa noche nos fuimos caminando hasta casa. Nunca lo hacíamos de esa manera pero esa noche fue así. Caminamos unas cuantas cuadras sin decir mucho hasta que lo dijo. Se quería matar. No lo tomé en serio creo, sería por la hora, sería por la calle, sería por cómo lo dijo. No se, todo el mundo piensa en matarse una vez en la vida o más en otros casos.
Dos cuadras pasaron sin poder decirle nada que no fuera obvio e irrelevante. ¿Qué le podía decir? Ni yo tenía la mente lo suficientemente clara como para creerme capaz de solucionarle la vida a una persona de esa manera, pero era mi hermano, le dije que estaba loco, que cómo podía hacer eso. Cosas estupidas, increíble que las estuviera diciendo. Llegábamos casi hasta la puerta de casa y no pude decir más nada. Alberto ya lo había dicho todo, tres palabras para sacarse todo de encima, pasarle la pelota al otro, tres palabras eran toda su vida. Isabel había estado en casa unos días después de la confesión de Alberto y habían tenido una discusión, no parecía importante hasta que no la vi volver más.
Una mañana toqué varias veces en la puerta de la habitación de Alberto y no recibí respuesta, me asusté y entré, estaba desayunando solo. Me miró con ojos grandes. Casi pude ver una sonrisa detrás del tenedor. Me despreocupé y me fui a facultad, como todas las mañanas.

2

Alberto no había salido de su habitación en toda la mañana, empecé a asustarme o a pensar en una probable transformación. Preparé el desayuno para mamá y me fui de casa. No volví hasta la tarde. No se escuchaba nada, no había un sonido en el aire. Caminé por la casa y vi a mamá durmiendo en su cama. Alberto no estaba. Había salido. Volvió tarde, pasada la madrugada, lo escuché entrar y meterse en su habitación. Me sentí bien, el aire le haría bien supongo. La mañana fue interesante. Mamá tuvo un colapso y se desmayó, llamé a la emergencia que demoró en llegar pero llegó. Estaba bien. Alberto nunca salió de su habitación a pesar de mis probables gritos intentando devolverle el sentido a mamá. Creo que nunca le importó.
Mamá murió una semana más tarde. No vi a Alberto en quince días, estuvo todo el tiempo en su habitación, a una pared de distancia y sin embargo completamente inaccesible. Una tarde escuché algo, un gemido extraño, un golpe y luego nada. Era absurdo pensar que podría estar bien, que todo estaría bien. Abrí la puerta con fuerza.

3

Alberto no estaba muerto. Todavía convulsionaba en el suelo cuando entré en la habitación. Sus ojos inmensos miraban con desesperación y calma. Era un mar esperando una tormenta. Sus manos estaban frías y temblaban. No me dijo nada, no quería ayuda. Me senté a unos metros de él y observé. Quiso hacer un esfuerzo y tosió escupiendo un chorro de sangre que llegó casi hasta mis pies. Ya no podía mirar, quería irse y yo no podría hacer nada.
Se fue, así nomás, así como pasa una brisa, así como las cosas pasan, de golpe y sin aviso alguno. Pronto me iría yo.

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