martes, 27 de abril de 2010

El fin del mundo es para los tristes

Afuera.

Afuera no se podía salir, y la mayoría de las veces no nos atrevíamos a salir. Había saqueos, pestes, gritos, corridas. Afuera era la muerte. Yo salía por las mañanas una vez por semana a conseguir provisiones, y a veces no salía durante semanas si todavía teníamos lo necesario. Pasábamos mal si uno estaba afuera. Por suerte seguíamos teniendo lo necesario. No sabíamos bien cuándo fue que todo se puso así. Fue lento y nos había llevado mucho tiempo acostumbrarnos. Antes podíamos ver los informativos que decían que hubo un terremoto en una isla que ahora estaba bajo el mar y que ya no era parte del mapa. Eso empezó a suceder con frecuencia y en la calle se empezaron a vender nuevos mapas y en las escuelas a enseñar nuevos mundos. Después fue una gripe que mató a millones de personas, pero acá se murió uno solo. Acá, como siempre, como una eterna comodidad, todo seguía llegando más tarde. Eso fue así durante un tiempo entre desastres naturales y enfermedades muy poco naturales. Las grandes potencias enfrentaron juicios por inventar enfermedades pero mientras tanto el mundo entero cumplía la sentencia. Un día se dieron cuenta de que casi no quedaba hielo en los polos y las ciudades sobre la costa comenzaron a inundarse, pero en la escuela hacía tiempo que ya se enseñaban nuevos mapas.

Fue todo muy lento pero sólo si se piensa en cuestión de tiempo real. Nosotros lo habíamos vivido, y lo habíamos vivido de principio a fin. Pero una generación lo tenía que vivir como había pasado con todas las cosas. Uruguay campeón del mundo, la llegada del hombre a la luna y el verano del amor, las dictaduras, la globalización, el calentamiento global y el fin del mundo.



Adentro.

Desde adentro Montevideo seguía allí, no en pie, pero allí. La caldera silbaba en la cocina donde nunca pasó nada, donde seguíamos conversando hasta tarde sentados a la mesa mientras el tic tac del reloj seguía sonando, donde todavía fumábamos mientras discutíamos sobre la gente antes de irnos a la cama, a donde el fin del mundo todavía no había llegado. El color fuerte y amarillento del sol entraba por la ventana durante el día como un claro signo de que allí no hubo tragedias. Nos seguía gustando el sol que entraba por la ventana y que se colaba entre las cortinas naranjas para posarse sobre la mesa plegable que se apoyaba en la pared contraria. El humo del agua caliente cayendo sobre la yerba seguía saliendo. Seguíamos tomando mate y escuchando música.

En los enchufes había corriente aunque ahora no llegaban facturas de nada, también había teléfonos pero no sabíamos si encontraríamos a alguien del otro lado del tubo. Ahora ya no había señales de televisión, a excepción de una señal de emergencias en la que un tipo informaba al resto de la población de los cuidados que había que tener en este nuevo orden de las cosas, pero gracias a una obsesiva colección de películas y series en Dvd todavía podíamos ver otra cosa en la tele.

De tarde nos tirábamos en el sillón a leer. A veces estudiábamos por inercia aunque ya no hubiera universidades, pero más que nada leíamos todas las historias que la vida antes del ocaso había dejado en los libros que ya no entraban en la biblioteca y que también ocupaban parte del suelo del living. Yo seguía escribiendo para tener de vez en cuando nuevas historias que leer. Desde adentro se veía todo, pero sólo nos gustaba mirar el sol que entraba por las ventanas y si estábamos sentados se veía el cielo que todavía era celeste. No sabíamos cuánto iba a durar y ya no nos importaba. Todavía teníamos frazadas. Todavía nos teníamos los dos.

lunes, 22 de febrero de 2010

Ego I (nota publicada sobre el botija que cuenta)

Alma Singer II | Message (of love) in a bottle
Jueves 18 de febrero de 2010. Buenos Aires, Argentina.

El blog de Pepe da para desenchufar la laptop, llevarla a la cama, ponerte un almohadón en la panza que le de altura y acomodar la apertura de la pantalla para que estés bien cómoda (o) leyendo. Una taza de café al lado no vendría nada mal y, en invierno, un gato a tus pies ni hablar (Carcajadas, olvidate de asociar la escena con la cat lady de los Simpsons). Es el blog de un escritor o, según su autor, de un botija que cuenta.



Pepe me dijo que lo presente como lo haría Alma. El problema es que cuando me tocan el alter ego siento una presión inexplicable (Alma lo hace mejor que yo, se los aseguro). Entonces pienso más en la persona que en el porqué de su presentación. Pepe el redactor publicitario uruguayo laburando en Ecuador, el de la cerveza en la mano en una ridícula fiesta de disfraces en Salinas, el anfitrión perfecto por menos de dos horas en Quito, el que escribe mails como si fueran epístolas del siglo XIX, el que se toma el tiempo para darle valor a las cosas, el que cruza medio continente para traer algo más que piezas publicitarias de competencia, el que en menos de cuatro días en Buenos Aires descubre Sopa de Príncipe y rescata un muñeco de tela adorable…



Pepe es pura creatividad y expresión con altas dosis de romanticismo (en el sentido concedido por el movimiento cultural de fines de siglo XVIII, nada de telenovelas mexicanas…). Le da prioridad a los sentimientos y al encuentro, y hasta podría sugerir que vive de ese halo especial que desprenden las palabras. Por eso no me sorprende que se haya emprendido en un proyecto sumamente romántico: tirar botellas al mar con cartas para un náufrago (de ahí viene la selección del tema, disculpen la obviedad).




Así como lo leen. Este espadachín de la justicia se sube al bote de un amigo, se va lo más mar adentro que puede con esa embarcación y lanza una botella al mar con destino incierto (esperemos que no lo sea tanto y llegue donde deba llegar). De un náufrago a otro, así sin más, con un solo mensaje:


"Creo que nunca quisiera irme de aquí y ahora escribo esto para que no te sientas solo y puedas entender que tu lugar y tu hogar será donde tengas amor. Y el amor en estos casos es construir y sobrevivir. Aquí puedes hacer lo que quieras y nunca habrá nadie para decirte que no lo puedes hacer. Solamente queda tiempo para ser feliz y espero lo puedas lograr más o menos tan bien como lo he hecho yo."


Suspiro… así da gusto perderse en alta mar. ¿Qué más dirá la carta? se preguntarán. Y yo retruco, ¿para que develarlo si podemos darle lugar a la esperanza de que alguna vez nos llegue una botella mientras jugamos en el mar?

Pepe Montoro
http://elbotijaquecuenta.blogspot.com/

parapepe@gmail.com

Las fotos de la máquina de escribir que acompañan este post las saqué hace dos días en el taller de Ale Raimundo, artista cuyo trabajo y taller voy a presentar la semana que viene en Alma Singer. Quédense cerquita que vale la pena.


Publicado por Verónica Mariani en http://www.almasingersings.blogspot.com/

lunes, 25 de enero de 2010

Qué

No digas nada si tan solo te aprendo.
Salgo a buscarte
Y te enseño mi alma para estudiar
Y mis mañas de repasar.

Busco una sonrisa sin motivo.
Sin esfuerzo ni compromiso,
Sin alarmas ni alabanzas,
Una sonrisa de sólo dar.

Busco tu pestañeo lento.
Ese que no sale a las calles
Ni se pasea junto al viento.
Sino ese que tan solo es mío.

No digas nada si tan solo descubro
Para que también tengas
De esas cosas de salvar

No digas nada si apenas te miro.
Apenas eso antes que digas qué.

miércoles, 13 de enero de 2010

La extraordinaria historia de Displicencia Benítez y sus 33 Orientales

En Argentina hay una ciudad que tiene 32 cuadras para un lado y 32 cuadras para el otro. En esa ciudad todo el mundo se conoce porque por algún motivo, cualquiera que fuere, todos sus habitantes estuvieron en alguna de esas 32 cuadras más de una vez y siempre fueron caminando. En esa ciudad nadie tiene la necesidad de utilizar un automóvil, claro que hay un sistema de transporte en ómnibus, pero cualquier trámite, por muy complicado que sea y por mucho tiempo que lleve, no queda a más de 32 cuadras de distancia, entonces todas las personas que viven en esa ciudad van caminando a todos lados. Se dice que en ese lugar las personas tienen las piernas particularmente entrenadas y bien formadas. Asumo que se debe a todo lo que caminan. Pero también hay algunos que además de caminar, juegan al fútbol.

Por fuera de esas 32 cuadras existe una cancha de fútbol de características míticas y legendarias, y son míticas y legendarias (las dos al mismo tiempo) porque nadie sabe cuánto de todo lo que se dijo alguna vez se ha comprobado. Lo que sí se sabe es que en ese potrero era local un equipo de fútbol conformado por jugadores que vivían en la ciudad. Nadie puede asegurar en verdad cuántos eran aunque muchos aseguran que eran 33, tal como figura en su nombre: Displicencia Benítez y sus 33 Orientales. Se dice que el Displicencia Benítez estaba formado por jugadores que vivían cada uno en una de las 32 cuadras de la ciudad y que había uno de ellos, tan sólo uno, que no era de ahí y ni siquiera era argentino. Era un uruguayo, Julio Benítez, el número 33.
Julio Benítez había venido desde muy lejos y había permanecido en la ciudad de las 32 cuadras durante un tiempo en el que estuvo solamente de visita pero durante esos días Julio se sumó a ese equipo de fútbol para jugar la extraordinaria final de uno de los campeonatos más recordados de la historia del fútbol mundial aunque se sepa muy poco o nada sobre ese partido en los países limítrofes y no limítrofes. De hecho, nadie sabe nade ni conoce de la existencia de Displicencia Benítez y sus 33 Orientales, pero ese día, al caer la noche, Julio Benítez y su equipo de estoicos jugadores fueron los más grandes del mundo. En esa ciudad que tiene 32 cuadras para un lado y 32 cuadras para el otro, nadie habla de Barcelona ni del Manchester United, ni siquiera de la Juventus ni de ningún cuadro del viejo continente. En esas calles se sabe del Displicencia Benítez y sus 33 Orientales.

Corría el mes de febrero en la ciudad y todavía se podía sentir el pesado calor del verano por todas partes. Ese año anterior el campeonato de liga, que debió finalizar antes de fin de año, había permanecido suspendido por una huelga de estudiantes (la más larga que se recuerda en la ciudad) que no permitía dar continuidad al torneo ya que si no se dictaban clases, no se podía jugar al fútbol y la mayoría de los jugadores que luego fueron parte del Displicencia Benítez apoyaban la huelga. Lo peor de todo es que la huelga de estudiantes había dejado pendiente un solo partido y era la final. El 2 de noviembre de un año que no puedo confirmar se había desatado el conflicto estudiantil, apenas 10 días antes de disputar la final, que eventualmente se jugaría en aquella noche de febrero del año siguiente.

El equipo se había entrenado durante todo el año haciendo ejercicios extras a los regulares. Entre los compañeros de equipo se compartían los trámites que todos debían realizar para poder caminar algunas cuadras de más y muchos hasta hacían varios trámites en un mismo día. Cuando comenzó la huelga, algunos iban a la Universidad para saber cómo se desarrollaba el conflicto y esperar a que se resolviera y además para caminar la distancia que tenían desde sus casas. No se sabe mucho sobre lo que pasaba con el equipo durante el tiempo que duró la huelga en la Universidad. El equipo cuyo nombre nadie conocía hasta aquella extraordinaria final en la que se rebautizó la formación había disputado algunos partidos amistosos no oficiales para mantener la actividad pero nunca se supo dónde se jugaron ni cuáles fueron los resultados logrados. Cuando la gente pregunta sobre la historia del Displicencia Benítez y sus 33 Orientales nadie sabe nada más que lo que sucedió en aquella final y esa información la tienen algunos de los que creyeron en la historia, pues nadie vio ese partido con sus propios ojos.

Después de los festejos de año nuevo y ya a mediados del mes de enero, el equipo se juntó en la puerta de la Universidad para intentar participar de las negociaciones que ese día no llegaron a buen puerto. Poco después del mediodía, la policía de la ciudad reprimió contra los estudiantes en la puerta de la Universidad y se llevó detenido al que hubiese sido el back derecho de Displicencia Benítez. Sus compañeros intentaron recuperarlo pero no se podía ir contra los milicos y hubiese sido peor si hubiesen perdido a otro jugador, así que decidieron esperar hasta la noche para ir a la seccional en la que lo habían encerrado para tratar de sacarlo. El capitán del equipo, el Boli, y su padre, un científico químico o matemático, un tipo de carácter intelectual al igual que el Boli, se pararon frente al mostrador de la seccional de la ciudad para pedir la libertad de su amigo y back derecho del equipo. El comisario de turno, de bigote espeso y ojos pequeños, no dijo una sola palabra y un joven oficial de mínimo grado que estaba parado muy cerca les informó que esa noche no se liberaría a ningún prisionero y que además esperaban órdenes del gobierno central para tomar una decisión sobre ellos. El joven uniformado les explicó de buena manera que era muy seguro que lo liberaran en las próximas horas ya que el gobierno central rara vez enviaba órdenes a esa seccional.

Pudo haber sucedido de cualquier manera, pero pasó así. Ese puesto de back derecho lo terminó ocupando Julio Benítez, el uruguayo. Había llegado en barco y se había quedado en la casa de una antigua novia argentina que tenía en la ciudad de las 32 cuadras y cuando los integrantes del equipo se enteraron de su regreso a la ciudad se comunicaron inmediatamente con él para pedirle que jugara ese partido. El equipo, por normativa de la organización de fútbol correspondiente a ese torneo, permitía tener a un solo extranjero por equipo, puesto que era perfecto para Benítez. De esa manera quedó conformada la histórica alineación que disputó la final.

El día del partido había amanecido totalmente despejado y el calor había endurecido y resquebrajado la tierra de aquel potrero en el que el Displicencia Benítez y sus 33 Orientales jugaba de locatario. El que vivía en la cuadra más lejana pasaba a buscar al siguiente y así sucesivamente hasta que se juntaban todos en la casa del que vivía más cerca de la cancha para comenzar con la procesión hacia los pobres establecimientos del predio y ubicarse en el vestuario que les correspondía, vestuario que nadie nunca vio además de los jugadores que integraban el equipo, y ellos nunca dieron un solo detalle de lo que existía ahí dentro.

Llegaron tres horas antes del comienzo del partido y se atrincheraron en aquel vestuario para concentrarse y estudiar los movimientos que iban a realizar. El equipo rival, el Rayo Rojo, arribó a la cancha apenas una hora antes del partido y desde el vestuario locatario se dice se podía ver la llegada de todos los rivales que ingresaban a su cancha. El tiempo había pasado demasiado rápido y ya estaban sobre la hora del pitido inicial. Con sus canilleras puestas, botines y remera impecable recién planchada, el Displicencia Benítez y sus 33 Orientales con Julio Benítez parado en la zaga salió a la cancha para jugar el partido final del campeonato.

El árbitro, que había dirigido cientos de partidos de la liga de la ciudad y de afuera también, dirigió en esa final, su último partido. Completamente de negro, se paró en la mitad de la cancha con pelota en mano y observaba panorámicamente la formación de ambas escuadras. Y cuando quedó todo pronto para dar comienzo el partido a las 20:00 horas exactamente, colocó la pelota del encuentro en el punto medio de la cancha del Displicencia Benítez y aguardó a los capitanes para realizar el clásico sorteo. Los hombres de Julio Benítez eligieron cancha porque un verdadero estratega elige siempre la cancha antes que el saque ya que solamente así se pueden ver las intenciones del rival dentro de la cancha.

El partido comenzó trabado en la mitad de la cancha. Ambos equipos se limitaban a evidenciar al rival y Julio Benítez ya se había destacado salvando un gol en la línea del arco ya con el portero vencido y en el suelo. Por el lado de los 33 Orientales, habían estrellado una pelota en el palo izquierdo del arco del Rayo Rojo aunque había sido luego de un desvío en la pierna de un defensa. En los minutos 40 y 43 de ese primer tiempo el Rayo Rojo se había puesto arriba por 2 goles a 0. Los hombres de Julio Benítez no pudieron con la velocidad de un delantero cuyo nombre se desconoce pero podía correr más rápido que su propia sombra. Entre la bronca y el calor del potrero el árbitro del encuentro sacó dos tarjetas amarillas para cada lado lo que fue el saldo de agresividad que dejó el primer tiempo en aquella cancha. Los dos bandos se retiraron sin decirse una sola palabra y sin mirarse hacia el vestuario correspondiente.

Esta parte de la historia nadie la sabe, ni siquiera yo. Lo que sucedió en el vestuario locatario en donde descansaba el Displicencia Benítez y sus 33 Orientales durante esos 15 minutos de entretiempo es un misterio, pero fuere lo que fuere cambió el rumbo del partido y les dio a aquellos 33 Orientales el coraje y la fuerza necesaria para intentar revertir el marcador del partido. Hay pocas personas en el mundo capaces de generar ciertas emociones en un jugador de fútbol. Se dice que el que habló primero en aquel vestuario fue el capitán del equipo, pero que el verdadero hombre de la noche fue Julio Benítez, el uruguayo, el que había venido desde muy lejos para irse con una victoria de la cancha. Escuché también a algunos que dicen que nunca se dijo una sola palabra dentro de esas paredes y que cada uno sabía muy bien lo que tenían que hacer dentro de la cancha para dar vuelta el partido y que la unión de equipo a la que llegaron en ese segundo tiempo había sido mística.

Cuando los dos equipos volvieron a la cancha se miraron como se debían mirar dos ejércitos enemigos desde la distancia de los antiguos campos de batalla. El último pitido inicial tuvo lugar alrededor de las 9 de la noche, con el cielo definitivamente negro y en el primer centro largo que trepó hacia las estrellas nocturnas fue conectado de cabeza por Julio Benítez abriendo el marcador para el Displicencia Benítez que en los primeros minutos del segundo tiempo acortaba la diferencia. El Rayo Rojo respondió velozmente con una pelota envenenada que parecía caer en el centro del área y casi se le cuela al golero detrás del cuerpo que salvó el arco en el último instante tirando la pelota al corner con la punta de los dedos. El capitán de los 33 Orientales despejó ese corner y la pelota quedó en los pies de un delantero Oriental que sacó desenfrenadamente un contragolpe letal que terminó en el segundo gol del Displicencia Benítez. El marcador se ponía 2 a 2 y quedaban más de 30 minutos por jugar del segundo tiempo que luego del empate se estancó con golpes, fouls groseros, quejas, pelotazos, pases errados, y pelotas en los palos para ambos lados.

Con el paso de los segundos, las dos escuadras sintieron la mochila del desempate y luego de un pique neutral en cancha de Rayo Rojo a raíz del ingreso de un perro en la cancha, Julio Benítez punteó la pelota hacia delante y corrió hacia el área. Corrió lo más rápido que pudo. Podía ver a los rivales que se le encimaban cada vez más hasta que uno de ellos lo derribó en el borde del área y el árbitro acusó la falta, viéndola adentro y últimamente cobrando penal. Su picardía le daba la posibilidad a los de Displicencia Benítez de ganar el encuentro en los últimos segundos del partido. Cuando se levantó de la tierra, Julio Benítez tomó la pelota entre las manos y se hizo de la responsabilidad de ejecutar la pena. No le importó el terreno y no limpió la zona donde posó la pelota para patear. Aquella cancha le era familiar a los 33 Orientales pero no a sus rivales y sabía que cualquier pique podía sorprender al arquero. Tomó tan solo 5 pasos de carrera y eso que Julio Benítez no era un hombre de gran zancada. Todos miraron el balón que resplandecía a la luz de la luna y las pocas luces de la cancha. Se hizo un silencio profundo que sólo fue interrumpido por el pitido del árbitro que dio la orden de ejecutar el disparo penal. Julio Benítez se abalanzó lentamente hacia la pelota y encajó un derechazo tremendo que se clavó cerca del palo. Al mismo palo al que había volado el arquero de Rayo Rojo al que no le alcanzó el esfuerzo para alcanzar a rozar el balón. El back derecho del Displicencia Benítez y sus 33 Orientales le daba una increíble victoria a todo el equipo y le daba el título de campeón a una escuadra de la que nunca nadie supo nada.


Existe una ciudad que tiene 32 cuadras para un lado, 32 cuadras para otro y un equipo de fútbol de 33 hombres. Ellos fueron héroes durante un breve instante en la historia del fútbol y esta fue su pequeña pero extraordinaria historia.



Ficción basada en un equipo de fútbol real.
Dedicada al Boli. 1 de los 33 Orientales