sábado, 26 de mayo de 2007

Ensayo de un viajante.

Montevideo.

Los aviones vuelan a miles de metros de altura (o pies si así es más sencillo). Son artefactos similares a las naves espaciales si abunda una pizca de imaginación. Pronto tendré mi vuelo a Marte o destino a elección (este es el que me gusta a mí) pero todavía es la parte más simple. Por lo general la persona que se sube a un avión lo hace con un cometido, de alguna manera está buscando algo o intenta encontrarlo en alguna manifestación divina o no, una vez arribado a destino; nunca lo sabrás hasta estar entre millones de extraños que no recuerdas de ningún paseo en ómnibus. Todavía dormís en tu cama, cagás en tu baño, y usás un cepillo de dientes que está gastado y te recuerda a esas luces que no son de colores y a esos azulejos que no son blancos. En definitiva, todavía estás en casa y esa es la parte más compleja. La cerradura en la puerta tiene un truco y solamente vos conocés la manera justa de meter la llave. Más allá, el calor de una estufa te recibe mientras dejás el frío que la ciudad viste en estas épocas. Las calles de otoño son como siempre las miraste y los árboles siguen ahí, en ese lugar en el que te apoyaste alguna vez en una noche de alcohol. Las hojas muertas caen en armonía y las pisás igual a como lo hacías cuando eras niño y todavía te divierte o te hace sentir un poco más joven o te recuerda a una tarde con tus viejos en una calle de Pocitos. Tu cuarto tiene el mismo olor que querés desterrar hace tiempo pero sin duda es un champión sucio escondido en un placar. Una mañana te levantás y sabés que en un tiempo ésto no será lo primero que veas cuando abras los ojos y sentís de inmediato que te inunda una sensación de pánico. La misma sensación que alguna vez sentiste si te quedaste perdido de chico en algún supermercado y mamá no está a la vista y empezás a caminar desesperadamente por entre góndolas llenas de productos esperando reconocerla entre tantos rostros desconocidos. Mirás por la ventana al despertar y Montevideo sigue allí, de pronto sientes tranquilidad. Todavía falta para encontrar otro planeta del otro lado del vidrio y no hay necesidad de ponerse nervioso, ya habrá tiempo para eso. Hace varios días que vengo recorriendo la ciudad en un fusquita (Volkswagen escarabajo). Intoxicarse con el gris de la gran metrópolis (o al menos eso es para mí) me resulta agradable y confortable pero en su medida justa. Las ciudades que se aman deben tomarse con precaución pues son de alto riesgo para la salud mental. Amo Montevideo, es una cuota de viajante. Conocés Montevideo y eso no es poco; es una ciudad de una mística rara cuando se lo mira con esos ojos que buscan una mística, si no, es simplemente el barrio, el trabajo y las plazas llenas de esos árboles que en estas épocas no hacen bien a los ojos. Seguís acá. Los marcos con sus fotos en las bibliotecas aprisionando a los libros con tanto recuerdo. Una filmación en superocho que te lleva fulminante a otro tiempo. La bicicleta estacionada en el patio llena de telarañas con ganas de andar. Seguís acá. De pronto una mañana a la madrugada te tomas un ómnibus a Ciudad Vieja para comenzar con los arduos trámites del pasaporte. El frío cala en el cuerpo atravesando capas interminables de ropa y una garúa cae patética; los asientos rasgados y la sensación de que ya eres extraño en lo común. Una carrera en plena noche por un lugar en esa fila que es el principio de la asimilación. La fotografía que en unos años será sepia y que por ahora es el retrato de un viajante descansa en el fondo de un morral.

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