viernes, 12 de septiembre de 2008

El mufa

Eran casi las 17:30 cuando se sentó en la tribuna del Estadio. La tarde era fría y se iba a poner peor. La gente entraba a borbotones por las puertas que daban a la gran cancha verde desde antes que él llegara. La sensación de soberbia y solemnidad de la construcción de cemento era inevitable y le había llenado el cuerpo con una extraña energía, casi mágica.
Se había acomodado en el pequeño asiento a pocos minutos del comienzo del partido que miles de personas estaban a punto de presenciar junto a él. En su tribuna cantaban cientos de personas que arengaban la próxima salida del equipo celeste que estaba por saltar a la cancha. La espera no fue mucha, la primera cabeza de los once se asomaba por el túnel cuando los papelitos, el humo, los gritos y la alegría se mezclaron con el aire frío al salir del cuerpo. Los equipos estaban en la cancha y sólo quedaba esperar al ansioso pitido del árbitro designado para la ocasión y una vez que eso sucedió los minutos comenzaron a irse con facilidad, como si el tiempo ya no fuera controlado por los relojes y las agujas sino por los nervios de las 50.000 personas que miraban atentos el rodar desprolijo de la pelota.
Él miraba hacia arriba, hacia los costados y otra vez a la cancha. Rezaba un poco, entre insultos e improperios a casi todos los actores en el campo de juego. El 0 no se movía y quedaba poco para meterse en los 15 minutos de la peor espera. Los ataques de la celeste aparecían de tanto en tanto pero sin concluir con efectividad en el arco rival. Los de la mitad del mundo se defendían y usaban el tiempo que los otros 50.000 perdían para que la pelota permaneciera afuera de la cancha la mayor cantidad de tiempo posible. De pronto, el árbitro, casi parado en el centro del campo extendió los brazos y marcó el final del primer tiempo. Todos se pararon, en un acto inverso que suele repetirse en este tipo de ocasiones en que las personas quisieran pararse para ver el juego y sentarse en el impaz, cuando realmente hay que esperar. La eternidad de ese tiempo lo ponía nervioso y otra vez miraba hacia arriba y hacia los costados y otra vez a la cancha, esta vez vacía.
Se agotaba el tiempo nefasto y volvía el ritual del túnel que hacía un rato había hecho explotar en alaridos a los observadores. Los equipos estaban una vez más, por última vez en la cancha para otros 45 minutos de intentos por romper el 0 en el marcador.
La pelota volvió a su nervioso ritmo de idas y venidas por el césped. El 0 seguía ahí, impertinente, atrevido, entrometido. Era nuestra cancha. La misma que veíamos de chicos desde esos mismos asientos o a través de la pantalla de un televisor o desde un bar. No podía ser, no podía, pero lo hacía. De lejos, de cerca, desde la esquina, por los costados, por el medio, de cabeza, con lo que fuera. La pelota estaba decidida a no entrar.
No quedaba mucho en el reloj y el final se acercaba con vehemencia aunque nadie lo quisiera recibir. Estábamos en la cornisa de empatar en casa, de empatar en nuestro territorio. Lo que nadie esperaba iba a suceder en cuestión de segundos. Estaba destinado a suceder.
Se fueron los minutos, que en otra ocasión pasaban casi desapercibidos. Pero esa noche cada segundo, cada minuto le dolía. A veces se iban en una espera de ómnibus, en una película, en el trabajo, en el fin de semana, pero se iban así nomás, sin preocupar. Esa vez fueron tortura, sudor, vergüenza ajena, malestar, decepción y otro montón de cosas que no quiso sentir pero sintió.
El partido había terminado y se quedó mirando la cancha mientras los que no pudieron se retiraban lentamente. Empezó a preguntarse muchísimas cosas. ¿Sólo él había pasado por ese mal momento? ¿Los otros miles habrían explotado en un grito de gol en algún momento y él no se había enterado? Quizá los diarios del día siguiente dijeran que Uruguay había ganado pero él lo vería por siempre como un pobre empate. 0 a 0 era su resultado y no el de todos. Los demás podrían comentar el partido como una victoria y él estaría condenado a escuchar diferente las cosas, a vivir lo peor. Teníamos un quinto puesto en la tabla para el Gran Evento y el había sido el culpable de eso que tenían que vivir millones de personas. Las dudas eran esas. Él no creía que fuera posible que por una eternidad fuera a suceder lo mismo, porque en veces anteriores se había ido con el pecho lleno de orgullo por su equipo, lo había visto ir al Mundial.
Al otro día quizá se sintiera más tranquilo, más convencido. De lo que no tenía dudas era que iba a volver a ir al Estadio.


Para Ramiro, que dice que ese soy yo.

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