martes, 12 de diciembre de 2006

26 / 6 / 2030.

Contra todos los incrédulos y los pronósticos, la selección uruguaya de fútbol iba a disputar una final de la copa del mundo. El país entero se había paralizado por lo que se lograba y en mi casa no era la excepción. Aquel día me levanté religiosamente temprano. Las ocho de la mañana marcaba el reloj que tenía en un banquito de madera a un costado de mi cama junto con un vaso de agua y un paquete de galletitas dulces abierto desde hace ya un par de noches. A pesar de todo algunas cosas ciertamente no cambian, me puse championes y salí a hacer los mandados que usualmente odiaba hacer pero hoy era diferente. Caminé una cuadra hasta el almacén de Mario, me acerqué al mostrador y pedí media docena de huevos blancos. Mario todavía usaba papel de diario para envolver y aún tenía una vieja balanza que quizás fuera de su padre o de su abuelo. Los cajones de madera casi negra guardaban las frutas y verduras que las señoras de la cuadra venían a comprar. Algunas veces, en días bastante ociosos me sentaba en el cordón de enfrente al almacén y escuchaba a Mario pelearse con las viejas por un peso o dos de un kilo de manzanas. Estiré las dos manos hasta alcanzar el mostrador y tomé la bolsa con cuidado. Con el objetivo cumplido volví a mi casa, dejé la bolsa sobre el mármol de la cocina y corrí hacia el sillón que estaba justo delante de la televisión.
Con el partido por comenzar los corazones se aquietaron, la calle quedó en soledad, nada iba a interrumpir la santidad que imponía una ocasión de tal magnitud. Muchos desconfiaban de su clasificación a la segunda ronda pero a medida que los celestes avanzaban, la gente empezaba a ilusionarse con la posibilidad de alzar la copa. No pretendo entrar en detalles de lo que sucedió aquel día. Había sido seguramente el día más importante en la vida de muchas personas. Uruguay había caído derrotado en la final de la copa del mundo. La pantalla del televisor parecía quebrarse mientras se escuchaba el pitazo final de un árbitro que nos mataba en tierras europeas. Incontables deben haber sido los televisores que no sobrevivieron aquella tarde. Miles de corazones explotaron, algunas personas no habían vuelto a decir una palabra desde entonces. Algunos comercios cerraron sus puertas, otros decidieron emigrar. Al día siguiente de aquel funesto suceso, el gobierno había emitido un comunicado prohibiendo la continuidad del fútbol como deporte oficial del país además de su práctica. El fútbol había muerto. A muchos les llevaría algunos años superar aquella decisión. Quizás fuera lo que se debía hacer para evitar mayores tragedias. Recuerdo que en mi casa me prohibieron jugar al fútbol hasta el día de mi muerte, así me lo habían dicho. Mi padre sufrió mucho luego de aquel día, su salud empeoró y luego de unos años simplemente se fue dando por vencido. Mi madre había sido la menos afectada, pero jamás volvió a sonreír como lo hacía antes.
Unos días después volví a salir a la calle. Me senté en el cordón de la puerta de mi casa y miré hacia los costados. Esa tarde entendí lo que era perder de verdad. No podía imaginar lo que sintieron los once de que aquel día. El barrio había cambiado. Las viejas no barrían su puerta, Mario había abandonado el almacén y los demás niños de la cuadra ya no jugaban al cordón. Los árboles habían adoptado una posición de tristeza que nunca se repuso. Nadie podía creer lo que había sucedido, los diarios lo llamaron el día más trágico en la historia nacional. Miles de almas habían sido destruidas por una pelota. Unos tantos pensaron que no debíamos de haber llegado a esa instancia y que de haber conseguido el título de campeones hoy seriamos parte del primer mundo del fútbol. Algunos incluso se culparon a si mismos con la razón de que no hicieron lo que debían, que las cábalas de un momento a otro dejaron de funcionar. Culparon a sus esposas por lavar los calzoncillos que habían utilizado la última vez que habíamos ganado, o que se habían puesto las medias equivocadas. No puedo contar cuántas fueron las razones que escuché durante el correr de los años pero ya nada cambiaba la historia.
Aún me causa tristeza recordar aquellos tiempos. Guardé durante algunos años los recortes de diarios en los que se mencionaban los intentos por restaurar el deporte a su lugar. El fútbol había dejado de existir. Las señales de televisión que emitían los campeonatos europeos fueron censuradas y las canchas que poblaban los paisajes del país fueron tapadas y clausuradas. Durante mucho tiempo vimos a varias maquinas arrojar tierra sobre el campito del barrio. Todo había terminado.
Uno de los países más futboleros del mundo se había quedado sin su sangre. Todos pensaron que era imposible vivir en un lugar sin fútbol, pero así fue. Sólo quedan detalles, historias mínimas de un pasado lejano. Algún póster sucio, casi marrón del mundial del ‘90 colgado en una vieja pared. Un álbum de figuritas en el fondo de un baúl. Una foto en blanco y negro con mi viejo y una pelota de fútbol bajo mi pie.

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