lunes, 27 de julio de 2009

Que lindo día feo

En un mueble de cocina que cuelga desde la pared yace la felicidad de Juan. A veces se para justo debajo del gigante de madera que rompe con todas sus leyes de la gravedad y a veces, sólo a veces, siente que se le va a caer encima, o que si lo roza con sus dedos de niño, el mueble podría caer con todo lo que tiene adentro incluyendo su felicidad, así que tocar el mueble no es una opción y el esfuerzo que hay que realizar para alcanzar ese elemento tan preciado es casi imposible y es algo que se puede hacer una vez cada tanto.
La pared que soporta al mueble sufre de un problema de humedad desde hace muchos años y las vacas nunca engordaron lo suficiente como para traer a una persona especialmente calificada para solucionarlo, por eso Eduardo, el papá de Juan, siempre se las ingenia para tapar los problemas de la pared. Por lo general, el trabajo de arreglarla le lleva mucho tiempo, y siempre queda sucio del polvo blanco de la pintura, pero cuando termina y sabe que la pared está casi como nueva (casi) siempre se sonríe mirando a Juan con el rostro cómplice, de que lo que hizo está perfectamente bien.
Por lo general, algunos días después de que Eduardo consigue restaurar la pared, se realiza una suerte de celebración. Depende mucho del día en que se decida hacer, pero a veces, ese festejo entre comillas se conmemora con una merienda.

Corría el mes de agosto, era sábado, hacía mucho frío y llovía. La pared de la cocina había sido enmendada hace poco tiempo. Todavía no se había hecho la merienda correspondiente y sabiendo que la lluvia que caía iba a detonar un nuevo arreglo en breve tiempo, se decidió por unanimidad festejar ese día, con lluvia y todo. Esa fue la primera vez, en mucho tiempo, que Juan había podido acceder al mueble de la cocina y a su felicidad. Eduardo y Alicia, la mamá de Juan, habían pasado buena parte de la tarde preparando bizcochos caseros y además había leche y cocoa. Juan se había sentado en la cocina a mirar a su madre mientras terminaba de preparar la merienda. Debajo del mueble aéreo había una mesa plegable que nunca se había desplegado y ahí se había sentado a observar cómo de a poco se elaboraba el festín que comerían más tarde.
Conversaban de todo un poco pero Juan escuchaba más que nada. No mucho rato después se aprontaban todos para sentarse a la mesa y comenzar con los festejos. Sobre el mantel verde estaban todos los elementos participantes del festejo. Paneras llenas de bizcochos caseros, algunos estaban tostaditos, otros doraditos y algunos habían quedado medio blanquitos, pero a diferencia del común de las personas, así era como más le gustaban a Juan. Había mermeladas, manteca, leche, cocoa, tostadas, todo el arsenal estaba sobre la mesa de esa tarde lluviosa de agosto. Pero además, sobre aquella mesa estaba lo que Juan había estado esperando con tanta calma.
Cada vez que aquella pared del mueble colgante se humedecía Juan sabía que no pasaría mucho tiempo en llegar aquella merienda, aquel reparo del alma, y que conseguiría, una vez más, lo que había dentro de aquel mueble. Lo único que tenía que tener era un poco de paciencia. Juan había aprendido a ser paciente con el correr de los años y hasta había aprendido a sentir las tormentas. Juan podía salir a la calle y sentir el viento, oler el aire, mirar las nubes y la luna, y saber que en algunos días iba a llover.
A veces lo sabía por el color de las plantas. Juan sentía que cuando la lluvia se acercaba las hojas se veían más verdes, más vivas. Las plantas que colgaban en el balcón de su casa se habían puesto de un color que sólo en esas ocasiones se podía ver, y ahí sabía que en poco tiempo aparecería una nube que traería la lluvia. Incluso en las noches más estrelladas podía sentir lo que vendría. Las luces de las calles se veían con un resplandor diferente y el alo que podía lucir la luna era la mejor señal.
Juan nunca compartió con nadie esa suerte de clarividencia, tan sólo era su forma de saber que tarde o temprano volvería a encontrarse con aquel mueble. Y esa tarde de agosto comenzaron a caer algunas gotas sobre el mediodía, apenas un ratito antes del almorzar, y él lo veía venir. Había visto una nube el día anterior, una nube rara, una de esas nubes que seguro traía agua. Y la esperó. El cielo gris fue lo primero que vio ese día. Entonces bajó de la cama, se puso un pantalón y un buzo abrigado y corrió hacia el sillón para esperar la lluvia. La primera gota no debía demorar en llegar.
Eduardo había pensado varias veces en arreglar la pared ese día pero no lo hizo. De la tierra de las macetas emanó ese olor que Juan aprendió a valorar y a esperar. Su paciencia finalmente había logrado llegar hasta ese día en que la llovizna comenzó a caer. Estaba contento, se sentó en el sillón que daba hacia la ventana a la calle y miró llover durante un largo rato. Quedó inmóvil, tenía una completa serenidad y una sonrisa en la cara que hacía reír a su madre cuando lo miraba sentadito allí. A Juan sólo le quedaba esperar a que los minutos pasaran para volver a ver aquel frasco de dulce de leche que tantas veces miró desde tan lejos sin poder tocarlo.

jueves, 23 de julio de 2009

Lo más blanco

Los dos miraban por la ventana desde temprano. En el informativo habían dicho que existía la posibilidad de que nevara y por eso Nacho y Juan estaban hace un buen rato esperando la novedad. La madre de Nacho les había contado que una vez hace muchos años había nevado en el interior del país. Debe haber sido por Paysandú o por allá porque por acá nunca se había visto nada igual. Sus memorias de invierno no eran muy extensas y se preguntaban a sí mismos si años anteriores había siquiera existido la misma interrogante. ¿Nevaría en Montevideo? Quizás esta vez sería la primera vez y ellos estarían ahí para verlo y salir a hacer bolas de nieve y muñecos (si es que alcanzaba la nieve, claro está).
Después de unos minutos de expectativa ambos terminaron por convencerse de que quizás lo mejor fuera no mirar hacia afuera pues su ansiedad podría provocar que no nevara y eso sería una catástrofe de enormes dimensiones para los dos, por lo que se dedicaron los dos a distraerse con otra cosa hasta que llegara la nieve.
Jugaron por un rato hasta que se aburrieron. Y empezaron con otro juego hasta que se volvieron a aburrir. Pronto se encontraron sin medios de recreación y volvieron a su ansiedad anterior hasta quedar nuevamente colgados sobre el sillón mirando por la ventana. No podían esperar un minuto más pero sabían que si bien podía pasar que nevara, las chances podían no ser buenas.
Luego de unos minutos, la madre de Nacho los llamó a merendar pero los dos se negaron, no por acuerdo mutuo pero sí por coincidencia de emociones. Finalmente la autoridad de la madre fue mucho mayor que la suya en su negación y suavemente se bajaron del sillón para caminar hacia la cocina a merendar. Allí en la cocina había una ventana a la que miraban a cada instante, a veces de reojo, a veces le enviaban apenas una mirada. Hablaron durante un rato de la escuela y de sus compañeras y de la vida. Era casi una conversación de gente grande. En realidad era una conversación que estaba a la altura de los posibles acontecimientos. Podía nevar o no, pero sus vidas habían sido modificadas por una posibilidad de que algo sucediera o no. Esa mínima chance los había cambiado, los había hecho crecer un poco más y lo podían sentir.
De pronto se encendió la televisión y los dos se levantaron corriendo de la mesa para sentarse a mirar las noticias. Tal vez hablaran de la nieve, tal vez ya había nevado en otros lugares de la ciudad y estaría por llegar hasta ellos. De pronto y a través de las cortinas entró un rayo de sol que golpeó la biblioteca detrás del televisor. Juan miró hacia afuera volviendo la cabeza y se dio por vencido, un rayo de sol no era lo mejor que podía pasar aunque intentó mantener la esperanza. Nacho hizo lo mismo después de Juan y miró hacia la ventana esperando que el rayo de sol amainara su intensidad y se escondiera detrás de una de las nubes grises que traía la nieve.
El rayo de sol se hizo un poco más fuerte y ahora Juan y Nacho se levantaron del suelo para mirar por la ventana. La gente caminaba por la calle y ya no esperaban la nieve, ya no esperaban nada, el día seguía su costumbre como si nada, y Juan y Nacho ya no miraban por la ventana. Algunos minutos después, el rayo de sol que ahora terminaba en el suelo de madera empezó a desvanecerse sin que alguien se diera cuenta, y poco después empezó a lloviznar, sólo que no era una garúa normal, era casi nieve. Las personas en la calle veían la lluvia con normalidad hasta que dejó de mojar y dejó de ser lluvia. Estaba nevando en Montevideo.
El televisor en la casa de Nacho estaba encendido y la señorita del informativo estaba dando la noticia de que en la ciudad estaba cayendo nieve. Los dos dejaron lo que estaban haciendo para correr hacia la ventana. No dijeron nada, no podían hablar, una sensación enorme los embargaba a los dos. Miraron apenas unos minutos antes de abrigarse y salir a la calle.
Los dos pudieron sentir la nieve caer sobre sus caras. Se sintieron diferentes por el tiempo que duró la nevada, más felices, más completos, quizás algún día lo pudieran explicar.
Un rato más tarde cesó la nevada y el cielo se abrió de a poco. Volvieron a entrar y afuera quedaron la espera, la posibilidad y la nieve.


Para Nacho.

martes, 14 de julio de 2009

Tan sólo parte de mí

No es genial... que cuando producimos para nosotros y no para el sistema. Cuando lo hacemos desde el fondo del alma, terminamos produciendo en forma de libertad, en forma de arte.

"Emancipate yourselves from mental slavery
none but ourselves can free our minds".

Bob Marley