Golpeaban la puerta con increíble violencia. El espacio debajo del escritorio donde el hombre se había atrincherado no era el refugio ideal pero ya no había tiempo para seguir buscando. El hombre debajo del mueble transpiraba como nunca lo había hecho en su vida y empezaba a asimilar la idea de que el aire que respiraba era quizás lo último que le quedaba. Los golpes se sucedían a gran velocidad y el ruido que producían iba in crescendo y con cada uno sentía que su vida se extinguía de su cuerpo. La biblioteca que separaba al hombre de lo que había detrás de esa puerta no aguantaría mucho más y ya no habría tiempo para cuidar lo que guardaba con su vida.
El hombre debajo del escritorio había dedicado toda su energía, incluyendo esos instantes de agonía, al estudio e investigación de los viajes en el tiempo. Era un hombre brillante. Algunas horas antes lo habían despedido del lugar donde trabajaba y le habían incitado, casi violentamente, a que entregara todos los papeles que tuvieran evidencia de sus estudios pues ahora ya no eran su propiedad. El hombre dejaba de existir, ya no era nadie sin esos papeles. Por supuesto que todo estaba en su cabeza, pero las miles y miles de ecuaciones que hacían posibles los avances estaban en papeles que no podían caer en las manos equivocadas.
Pocos días antes, el hombre había conseguido viajar, exitosamente, 50 años en el tiempo hacia el pasado como proceso final de un experimento, y en ese lugar paralelo se deshizo de los registros de la travesía. Había vuelto a ver a sus padres sentados en el porche de la misma casa donde él mismo había crecido y se aguantaba hasta sentir la presión del llanto para no acercarse a ellos. Cualquier viaje en el tiempo tenía, según sus cálculos y estimaciones, factores éticamente inmodificables. Es decir que lo que sucedió se debe mantener así. Por lo tanto nada puede ser alterado pues la más mínima modificación podría resultar catastrófica.
El hombre debajo del escritorio guardaba con los últimos segundos de su vida la llave que permitiría a hombres perdidos y alterados por el desinterés colectivo a modificar lo que quisieran. Era un arma de destrucción nunca antes vista por el hombre, no habría ejército capaz de enfrentarse a esa fuerza de cambio. Dominarían el mundo eternamente. Todo lo vivido, todos los acontecimientos, todas las verdades y las mentiras, las muertes, las palabras dichas, las guerras, los desastres naturales, eran el curso que los hombres habían construido y provocado en la historia. Imaginen que las guerras mundiales fueran alteradas y los victoriosos fueran de repente los derrotados y viceversa. Que los discursos que cambiaron al mundo nunca hubiesen existido. Que la música de los profetas comunes y corrientes no se pudiera escuchar porque nunca se habrían cantado ni tocado y sus muertes habrían sido en vano.
El hombre debajo del escritorio guardaba con su vida la historia del mundo y el hombre. Los cambios hacia el futuro debían hacerse con el pasado a la vista. No se podía modificar el pasado para generar un futuro diferente. Se debía recapacitar de los errores cometidos para encontrar nuevos caminos hacia adelante. Nadie lo entendía o quizás sí, pero debajo de ese escritorio el hombre no podía permitirse dejar un registro de nada. Nadie podía saber nada. No podía entregarle a otra persona, aunque fuera de extrema confianza, el mismo porvenir que le esperaba a él. No podía hacerle eso a nadie más.
Con imprecisión comenzó a destruir todos los documentos. Quemó una parte mientras la puerta se venía abajo y la biblioteca que la aguantaba estaba prácticamente destruida y algunas piernas ya cruzaban la barrera hacia el escritorio. Se comió algunas hojas esperando que su sistema digestivo hiciera su parte. Sentía cómo su cuerpo casi explotaba por el miedo y la tristeza mientras lloraba con fuerza infantil. Los intentos de los hombres de afuera por entrar se hicieron más violentos cuando vieron el humo que salía de la habitación. Comenzaron a disparar intentando matar al hombre debajo del escritorio, intentando detener sus intentos por seguir destruyendo los documentos. Las balas pasaban muy cerca y una impactó en su oído izquierdo. Ya no tenía mucho tiempo y todavía quedaba mucho por deshacer. Arrojó el resto de las hojas al pequeño fuego que había iniciado, esperando que fuera suficiente, intentando no pensar en la herida que se desangraba sobre su camisa blanca. Sentía mucho miedo y el temblor de su cuerpo hacía mover todo el escritorio. Los gritos se escuchaban como si estuvieran encima de él. Sintió un dolor fuerte en la espalda, que se sumó al dolor punzante del oído, y el aire comenzó a esfumarse. Movió el brazo y se tocó atrás. Tenía la espalda húmeda y cuando volvió el brazo, la mano estaba toda manchada de sangre. Atinó a observar las suaves llamas de aquella pequeña hoguera queriéndose asegurar de que cuando consiguieran entrar ya no hubiese nada.
Apenas un momento después no podía respirar y se alivió que no lo fueran a encontrar vivo. Dejó de escuchar mientras veía cómo los disparos de las armas pegaban en el escritorio y en la pared cerca de él. La ceniza de sus documentos flotaba en el aire y el fuego se extendía por la oficina. Cerró los ojos y nunca más los abrió.
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