En un mueble de cocina que cuelga desde la pared yace la felicidad de Juan. A veces se para justo debajo del gigante de madera que rompe con todas sus leyes de la gravedad y a veces, sólo a veces, siente que se le va a caer encima, o que si lo roza con sus dedos de niño, el mueble podría caer con todo lo que tiene adentro incluyendo su felicidad, así que tocar el mueble no es una opción y el esfuerzo que hay que realizar para alcanzar ese elemento tan preciado es casi imposible y es algo que se puede hacer una vez cada tanto.
La pared que soporta al mueble sufre de un problema de humedad desde hace muchos años y las vacas nunca engordaron lo suficiente como para traer a una persona especialmente calificada para solucionarlo, por eso Eduardo, el papá de Juan, siempre se las ingenia para tapar los problemas de la pared. Por lo general, el trabajo de arreglarla le lleva mucho tiempo, y siempre queda sucio del polvo blanco de la pintura, pero cuando termina y sabe que la pared está casi como nueva (casi) siempre se sonríe mirando a Juan con el rostro cómplice, de que lo que hizo está perfectamente bien.
Por lo general, algunos días después de que Eduardo consigue restaurar la pared, se realiza una suerte de celebración. Depende mucho del día en que se decida hacer, pero a veces, ese festejo entre comillas se conmemora con una merienda.
Corría el mes de agosto, era sábado, hacía mucho frío y llovía. La pared de la cocina había sido enmendada hace poco tiempo. Todavía no se había hecho la merienda correspondiente y sabiendo que la lluvia que caía iba a detonar un nuevo arreglo en breve tiempo, se decidió por unanimidad festejar ese día, con lluvia y todo. Esa fue la primera vez, en mucho tiempo, que Juan había podido acceder al mueble de la cocina y a su felicidad. Eduardo y Alicia, la mamá de Juan, habían pasado buena parte de la tarde preparando bizcochos caseros y además había leche y cocoa. Juan se había sentado en la cocina a mirar a su madre mientras terminaba de preparar la merienda. Debajo del mueble aéreo había una mesa plegable que nunca se había desplegado y ahí se había sentado a observar cómo de a poco se elaboraba el festín que comerían más tarde.
Conversaban de todo un poco pero Juan escuchaba más que nada. No mucho rato después se aprontaban todos para sentarse a la mesa y comenzar con los festejos. Sobre el mantel verde estaban todos los elementos participantes del festejo. Paneras llenas de bizcochos caseros, algunos estaban tostaditos, otros doraditos y algunos habían quedado medio blanquitos, pero a diferencia del común de las personas, así era como más le gustaban a Juan. Había mermeladas, manteca, leche, cocoa, tostadas, todo el arsenal estaba sobre la mesa de esa tarde lluviosa de agosto. Pero además, sobre aquella mesa estaba lo que Juan había estado esperando con tanta calma.
Cada vez que aquella pared del mueble colgante se humedecía Juan sabía que no pasaría mucho tiempo en llegar aquella merienda, aquel reparo del alma, y que conseguiría, una vez más, lo que había dentro de aquel mueble. Lo único que tenía que tener era un poco de paciencia. Juan había aprendido a ser paciente con el correr de los años y hasta había aprendido a sentir las tormentas. Juan podía salir a la calle y sentir el viento, oler el aire, mirar las nubes y la luna, y saber que en algunos días iba a llover.
A veces lo sabía por el color de las plantas. Juan sentía que cuando la lluvia se acercaba las hojas se veían más verdes, más vivas. Las plantas que colgaban en el balcón de su casa se habían puesto de un color que sólo en esas ocasiones se podía ver, y ahí sabía que en poco tiempo aparecería una nube que traería la lluvia. Incluso en las noches más estrelladas podía sentir lo que vendría. Las luces de las calles se veían con un resplandor diferente y el alo que podía lucir la luna era la mejor señal.
Juan nunca compartió con nadie esa suerte de clarividencia, tan sólo era su forma de saber que tarde o temprano volvería a encontrarse con aquel mueble. Y esa tarde de agosto comenzaron a caer algunas gotas sobre el mediodía, apenas un ratito antes del almorzar, y él lo veía venir. Había visto una nube el día anterior, una nube rara, una de esas nubes que seguro traía agua. Y la esperó. El cielo gris fue lo primero que vio ese día. Entonces bajó de la cama, se puso un pantalón y un buzo abrigado y corrió hacia el sillón para esperar la lluvia. La primera gota no debía demorar en llegar.
Eduardo había pensado varias veces en arreglar la pared ese día pero no lo hizo. De la tierra de las macetas emanó ese olor que Juan aprendió a valorar y a esperar. Su paciencia finalmente había logrado llegar hasta ese día en que la llovizna comenzó a caer. Estaba contento, se sentó en el sillón que daba hacia la ventana a la calle y miró llover durante un largo rato. Quedó inmóvil, tenía una completa serenidad y una sonrisa en la cara que hacía reír a su madre cuando lo miraba sentadito allí. A Juan sólo le quedaba esperar a que los minutos pasaran para volver a ver aquel frasco de dulce de leche que tantas veces miró desde tan lejos sin poder tocarlo.
lunes, 27 de julio de 2009
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1 comentarios:
Mi papá se parece un poco al papá de Juan. La gran diferencia es que nosostros no tenemos vacas!!
BUENISIMO PEPE!!!!!!!
te aviso que tu palabrita ya está en mi blog.
te mando un beso
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