martes, 25 de julio de 2006

Cuento. (Bar 1)

Primer capítulo.

Logré recuperar el aliento. Sentí la carga de una malévola parca a mi costado como queriéndome llevar con ella por alguno de mis mal pasos por la vida. El frío nocturno no tardó en despabilarme y me encontré de torso encorvado, en un cordón de una vereda, de algún lugar, aún con una botella a mi lado. Allí contemplaba la vista de mi mismo cayendo hacia algún lugar inhóspito, en donde las cosas que pasan por la mente no tienen sino la intención única de acechar el trascurso del resto de la noche. El oscuro asfalto era lo único que mantenía mi vista centrada en un universo sólido. Momentos de ausencia del alma me hacían ver todas las cosas que habían sucedido y que mi mente exponía ante una racionalidad no apta para generar un pensamiento coherente. ¿Qué justicia había en observar la calle y la punta de mis pies con el detenimiento preciso para no perder la sensación de realidad? ¿Acaso fue algo que dije? No lo sé.
Intenté pararme y caminar. Una brisa gélida en mi rostro parece ser el pequeño gesto de misericordia de la tormentosa noche. De repente y sin aviso me ataca el recuerdo de miles de luces, codos embriagados y almas superficiales, todas moviéndose al ritmo de una música que les es ajena y que aún resuena dentro de mi cabeza. Y por supuesto, su cara, entre el vaivén de tantas luces, su hermosa cara.
Nuevamente la brisa gélida que divide lo real de lo aparente me devuelve a la ciudad. Pude ver una luz sobre el techo de un auto. Necesitaba escapar de los fantasmas, huir de tener que decir cosas de las que me iba a arrepentir. Mi mente desarrollaba la situación y ninguna de esas veces concluía con un final feliz. El vidrio de la ventana del auto designado para la huida deformaba mi reflejo. Intenté mirar a través, pero no pude ver más que mi melodramática figura. Descansé mi cuerpo en el asiento de cuero negro e indiqué mi destino con voz de resignación. No lograba contenerme, me vi completamente abrumado por el recuerdo inevitable de una nueva derrota. Mi frente se apoyó de costado sobre la ventana, giré con esfuerzo una manija y bajé el vidrio para dejar entrar aquella brisa que hacía de cable a tierra. Debí intentarlo, su cara entre las demás, debí decir algo pero no puedo, otra vez, todo de nuevo, historia repetida a la que no logro dar final. Mi mente murmuraba cosas sobre las cuales no tenía control alguno.
Los postes de luz pasaban uno a uno, iluminándome, manteniéndome en el asiento, juzgándome. El conductor anónimo aparecía fugazmente en el retrovisor, inconsciente de lo que pasaba por mi cabeza. ¿Sería mi vida más fácil si fuese otra persona? No es la intención desechar mi dignidad por muy poco que quedara, quizás el sueño ayudaría a recuperar algo de lo perdido.
Con un grito flojo el auto se detuvo, pagué por el viaje y pocos segundos después me encontré en una calle conocida y me arrepentí. Quizás debí acercarme y decir algo, nunca lo sabré. Lentamente comencé a caminar. Saqué las llaves de mi bolsillo, abrí la puerta y entré mi deplorable ser. Me acosté, cerré los ojos empañados y dejé que el tiempo se encargara del resto. Antes de pasar a otro estado me invadió una desbordante noción de realidad. Ella no era para tipos como yo, definitivamente no.

Segundo y último capítulo.

Acabo de tener la sensación de que la vida no da las vueltas interminables que parece dar. La mañana sirvió de calmante para dejar atrás un patético episodio. Debía repensar hacia dónde estaba yendo, cuál era el camino a seguir para salir de una vez de la descorazonada barra de un bar que sin culpa guarda miles de penas de tantas personas mejores que yo.
Finalmente decidí levantarme. Puse los dos pies firmemente en el piso de mi pequeña habitación. Las dos manos sobre mi cara no daban crédito de lo sucedido pero debía enfrentar, nuevamente, una realidad absurda. El espejo honesto no hacía más que derrumbar la imagen de heroísmo que había logrado crear con el esfuerzo de salir de la cama. Refresqué mi cara con agua y miré fijamente el reflejo de mi rostro como buscando alguna respuesta. Serví un café tan negro como la noche anterior y me senté en un sillón de dos cuerpos a reposar el peso de la noche.
Miré un largo rato por la ventana. El sol de la tarde entraba por un rincón, haciendo que la habitación cobrara un tono amarillento y me acomodé para que me pegara en la cara. Cerré los ojos y los volví a abrir con una grata sensación de resolución. Inmediatamente tuve la necesidad de ponerme a escribir. No supe bien por qué. Una historia propia. Quizás le diera el final que siempre debió tener.