sábado, 25 de junio de 2005

Nocturno.

No hacía mucho que había ingresado en el hospital y ya conocía a casi todas las enfermeras del piso y hasta había logrado conseguir una habitación para mi. Esto es fundamental para la estadía en cualquier hospital. Una habitación propia reduce sensiblemente la paranoia de que el tipo que agoniza en la cama que no está ni a un metro de la tuya se va a morir en cualquier momento. Ni que hablar de la ingrata necesidad de que realmente le pase algo para poder estar sólo en esa miserable habitación que te acompañaría en los demasiados días que quedaran. Mierda, respira. Digamos que no era mi caso, mi habitación me la había ganado de buena mano. Ésta tenía un color algo amarillento, podía ser alguna de las drogas lo que causara mi falta de visión pero era un hospital viejo y los blancos ya eran pocos. La cama era sin dudas de las más cómodas en las que había podido acostarme, que no eran muchas. A mi derecha hay una ventana, sobre el calefactor a gas, que da a un patio interno que no está muy cuidado. Logré mirar hacia abajo alguna vez, el patio me hacía acordar mucho a alguno de mi infancia. A continuación de aquél calefactor hay una silla marrón de metal que tendría uso si alguien viniera a visitar. A mi izquierda, los aparatos.
El día es la parte más fácil, por decirlo de alguna manera. Los ruidos, la luz, la gente que pasa de un lado a otro casi corriendo, quizás hasta la posibilidad de conseguir una pequeña televisión en blanco y negro para mirar alguna idiotez que haga pasar el tiempo aún más rápido. Pero durante la noche es otro hospital. Para aquellos fanáticos de las películas de zombis saben a lo que me refiero. Los pasillos toman un repentino color a oxido en las partes bajas de la pared, las gotitas de sea lo que sea que te mantienen un poco más vivo empiezan a contar el tiempo que resta para la mañana siguiente y así hasta sentir que alguien te está haciendo un broma de muy mal gusto. La enfermera que entra a la habitación cada tres o cuatro horas tiene los ojos raros, pasa por una parte de la puerta en la que la luz permanente de la habitación la golpea de frente y le convierte los ojos como los de un gato cuando los alumbras con una linterna, y te lleva uno o dos segundos darte cuenta de que no está toda manchada de sangre y que no le falta ninguna parte del cuerpo. No soy de esas personas que sufren algún tipo de demencia por más pequeña que sea, pero juro que pocas veces tuve una sensación tan fuerte de que algo es real.

1

No sé cómo se llama, habla poco pero entra y se sienta en la silla que esta a mi derecha. Habría que demandar a la dirección del hospital que se esfuerza por colocar en cada habitación las sillas más incomodas que existen. Él dice que son incomodas. No me estoy quejando pero algún capitalista debería invertir en este hospital.
Me pregunta cosas de mi vida. ¿Qué hubiese sido sino soy lo que soy? ¿Si alguna vez me pregunté que hay después de la muerte? Ese tipo de cosas. Alguna vez no sé qué contestar. Hago silencio y él también. Unos minutos antes del amanecer se va, simplemente se para y se va.

2

No me quiere decir cómo se llama, no sé quién es. Pero entra y se sienta ahí. La enfermera no parece darse cuenta de su presencia o no quiere. Él no hace mucho esfuerzo por presentarse, creo que no tiene ninguna intención de que nadie lo moleste. Me parece bien.
Me sigue preguntando cosas de mi vida, preguntas que nadie había preguntado jamás, quizás en alguna de esas noches de verano con alcohol y mujeres surgió alguna de estas preguntas, pero no es normal en este contexto. Lleva en su mano izquierda un cuaderno negro. Está vestido de traje, saco negro y camisa blanca, sin corbata.
Hay momentos en que me mira fijo y ya no siento el sonido de las gotas del suero pero hay algo en sus ojos que me parece conocido, casi como si se adaptara a cada persona para no incomodar.
De repente, la mañana.

3

Sigo sin saber su nombre, entra y se sienta ahí. Pero esta vez al pasar por delante de mi cama clavó su mirada en mí y sentí miedo. De nuevo ese traje y esa camisa. Sentí el silencio abrumador que entró después que él. Ninguna enfermera entró como si lo hubiese arreglado para que esto fuera así y no de otra manera. No perdió el tiempo y preguntó.
Quizás las noches anteriores sintió que yo estiraba la situación, yo no entendí su juego y me culpo a mi mismo, debí darme cuenta. Una persona como yo debió darse cuenta. Después de todo el lugar era el indicado para su rol pero me tomó de sorpresa, esperaba que me diera un rato más, solamente un rato más. Las preguntas se volvieron contra mí. Todo se resumió en una tonta y obvia pregunta que no supe responder. Quizás el apuro necesario de saber que ocurría me llevó a contestar que no, ya no quería jugar más.



Luego de unos segundos de no sentir absolutamente nada me encontré mirando el suelo visto desde tres metros de altura. Y yo, acostado en la cama con los ojos abiertos. La enfermera que entra, sin ojos raros ni manchas de sangre. Me acaricia el rostro y cierra mis ojos. Me cubre y todo se oscurece.
Un juego... Siempre me gustaron los juegos, nunca me gustó perder.

x

Ilustración: Cecilia Rodríguez Lisboa.
Dibujo Lo Que Puedo + El Botija Que Cuenta.